La guerra de Ucrania ha confirmado un cambio de tendencia crucial en materia de armamento y de cómo luchar en el campo de batalla del siglo XXI.
Como ya expusimos hace un año, las dos lecciones militares clave de Ucrania han sido, por un lado, el valor de la cantidad, o mejor dicho, la preferencia de un gran número de unidades suficientemente eficaces por encima de unas pocas unidades con capacidades muy elevadas; y por otro, la importancia de las tecnologías no tripuladas, que se ha traducido en el uso masivo de drones y municiones suicidas.
Combinadas, estas dos tendencias ponen en cuestión el conjunto de la industria militar occidental, que se ha concentrado de forma creciente desde el fin de la Guerra Fría al desarrollar sistemas de armas convencionales (tanques, aviones, helicópteros, vehículos de transporte de infantería, etc.) cada vez más complicados y, por tanto, caros.
La prioridad de los grandes “contratistas” de defensa en Estados Unidos y Europa (Lockheed Martin, Northrop Grumman, BAE Systems, Rheinmetall, etc.) de los últimos 30 años ha sido seguir desarrollando armas sobre la base de un producto ya existente, con una mentalidad lineal, incremental.
Sin embargo, esta forma de funcionar se ha topado con la dura realidad del campo de batalla de una guerra de alta intensidad, esto es, entre fuerzas armadas convencionales y relativamente bien equipadas.
Como se ha demostrado en varios escenarios recientes (Siria, Armenia, pero sobre todo Ucrania), la industria civil ha evolucionado mucho más rápido que la militar en estas últimas décadas.
Y, como suele suceder en los conflictos bélicos, ha habido innovadores que han aplicado con astucia productos del mercado comercial a fines militares, desde drones de bajo coste hasta el sistema de comunicaciones por satélite Starlink, concebido originalmente para proveer internet de alta velocidad y bajo coste en entornos aislados sin fibra óptica.
Los gurús de la Silicon Valley californiana, tradicionalmente alejados de los gigantes empresariales de la defensa, han estado observando con interés estas evoluciones.
Varios emprendedores han fundado empresas tecnológicas en el ámbito de la defensa, la más importante de las cuales actualmente es Anduril, que busca posicionarse como el referente de una nueva industria militar basada en máquinas autónomas pilotadas por un potente software alimentado por inteligencia artificial.
Incentivada por la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump este mes de enero, Anduril ha anunciado estar en conversaciones con la empresa de análisis de datos Palantir Technologies para conformar un consorcio con otras organizaciones del sector y presentarse a concursos públicos del Pentágono.
Como curiosidad, Anduril y Palantir están bautizadas con nombres que hacen referencia a la saga de JRR Tolkien El Señor de los Anillos.
Una de las empresas con las que las dos firmas californianas están negociando no es otra que SpaceX, la empresa de ingeniería espacial de Elon Musk.
La presidencia de Trump, con su intención de aumentar el presupuesto de defensa hasta el 5% del PIB, sería el momento ideal para que se produjera una revolución en la industria de defensa estadounidense. Así, el centro de gravedad podría empezar a moverse desde programas de aviones de combate tripulados como el carísimo F-35 hacia sistemas totalmente novedosos, como enjambres de drones. Europa por su parte no dispone de nada comparable.