Uno de los problemas crecientes en Barcelona, y cada vez más en el conjunto de Cataluña, es el de las ocupaciones. Estas han pasado en el transcurso de los años por tres fases sucesivas. La primera, la histórica, se trataba de ocupaciones políticas por personas motivadas ideológicamente que denunciaban el sistema capitalista, la propiedad privada de la vivienda y sus carencias.
La gran crisis de 2008 y la ola de desahucios generaron un nuevo tipo de ocupación que se añadía a la anterior. Se trataba de familias enteras que pasaban a ocupar una vivienda o un bloque de pisos donde no habitaba nadie y de esta manera conseguían recuperar, aunque en condiciones precarias, un lugar donde vivir. Pero, progresivamente, esta ocupación de segunda fase, llamémosle social, ha dado lugar a otra claramente delictiva a caballo entre lo social y el chantaje para abandonar el edificio ocupado. En este caso, son grupos organizados que ocupan hogares y piden dinero para abandonarlos o bien los subcontratan ilegalmente a familias que lo necesitan. Esta práctica se ha ido extendiendo porque el negocio es claro y presenta escasos riesgos, ya que la legislación existente ofrece muchas garantías a quien ha hecho la ocupación, muy pocas al propietario, y además no hay sanciones de carácter penal. Por tanto, se puede cobrar dinero sin prácticamente riesgo.
La gravedad del problema se ha multiplicado por dos razones. La primera, porque ya no se limitan a ocupaciones de viviendas sin residentes, sino que aprovechan oportunidades para introducirse en hogares donde vive gente que, por las circunstancias que sean, no se encuentran durante unos días en su casa. La razón es evidente: si ocupan espacios vacíos de una empresa, por ejemplo, evidentemente no pueden chantajear al propietario a cambio de irse, porque éste lo deja en manos del juzgado y no tiene una urgencia especial para resolverlo. La segunda es que las ocupaciones, que van madurando en su estrategia, han visto una gran oportunidad en las segundas residencias de la costa, numerosas y vacías, con viviendas en muchos casos de calidad que les permiten instalarse y, a partir de un momento dado, cuando el propietario las reclama, exigirles dinero. Este hecho, y otro diferente, pero que incide sobre el mismo sector, el de los robos, están creando una situación de alarma generalizada. Sólo en el Camp de Tarragona los Mossos tienen constancia de 954 entradas ilegales en 5 meses, más de 180 al mes, 6 cada día, y esto en un territorio tan reducido como es dicha comarca. Detrás de este problema hay una legislación inadecuada.
Ciudadanos ha anunciado que presenta una ley antiocupa que reforma el Código Penal, la ley de enjuiciamiento criminal y la ley de régimen local a fin de hacer más fácil la desocupación endureciendo el delito de usurpación y agilizando las expulsiones ilegales. Hay que ver si esta ley prospera, dado que Podemos es un defensor acérrimo de las ocupaciones y el PSOE de Sánchez no parece estar demasiado dispuesto a dar esta batalla. Detrás de toda esta cuestión, en la que se mezclan estrategias políticas, necesidades sociales y delincuencia cruda y pelada, hay una profunda injusticia. Puede entenderse que los gobiernos tengan recelos en actuaciones rápidas y contundentes contra la ocupación porque una buena parte de los casos son fruto de la necesidad social. Pero esta necesidad nace del incumplimiento estructural del gobierno español, los autonómicos y los grandes municipios de poner en el mercado viviendas sociales en la cantidad necesaria. Lo que no puede ser es que esta deficiencia de la administración termine transformándose en una generosa interpretación de lo que es usurpar el bien de otro por un criterio social. No son las personas que pagan impuestos, también por sus viviendas, las que aleatoriamente y al margen de su voluntad, deben resolver la cuestión a sus expensas, sino las administraciones públicas otorgando los servicios a aquellos que lo necesitan y garantizando que los que quieren sacar provecho de manera injusta serán tratados de forma expeditiva.