Corea del Sur, Corea antes de la guerra civil, era un país atrasado, agrícola, estresado por la ocupación japonesa, primero, y por la guerra civil y división del país, después, que a pesar de todos estos inconvenientes se ha convertido en una potencia económica mundial, la undécima, que dispone de grandes empresas en sectores como los del automóvil pero también en tecnologías de la comunicación y de la informática. Hoy en día demuestra su eficiencia con un nivel de control de la pandemia envidiable, sólo ha tenido 529 muertos para una población total de 51 millones de habitantes. Si lo comparamos con los 70.000 muertos y una población española de 47 millones de habitantes, son la cara y la cruz del estado de la cuestión.
Una de las razones fundamentales de la gran transformación coreana es la importancia que le han dado a los estudios. Hasta un nivel tan extremo que seguramente no es generalizable, pero sí es imitable su preocupación. El examen para ingresar en la universidad y acceder en función de la nota obtenida, señala una dura carrera meritocrática que fuerza a las familias a preparar a sus hijos prácticamente desde la primaria.
Y si las condiciones que aplica Corea no son asumibles en una sociedad como la nuestra, sí lo es subrayar la importancia de haber implicado a la familia en la educación de niños y jóvenes, no sólo con dedicación, sino también con apoyo económico. La dedicación es importante como pone de manifiesto la excelente calificación de los hijos de los inmigrantes coreanos en EEUU que superan en acceso a la universidad a los mismos nativos americanos. La clave está en la implicación en la educación de sus hijos, sobre todo de las madres, porque los padres trabajan muchas y muchas horas como inmigrados que son. Y también el esfuerzo económico.
En Corea el año 2016, las familias gastaban 16.000 millones de euros en reforzar los estudios de sus hijos con clases extraescolares y tutorías. En España, que acaba de aprobar una ley de educación, la familia no sale por ningún lado. No existe, y la ministra Celaá tiene un especial cuidado en rechazar sus derechos educativos y en imponer la supremacía de un estado que, hasta ahora, ha fracasado estrepitosamente en la educación, como muestran todas las estadísticas.