La profunda crisis de natalidad que sufre España hoy se ha utilizado como justificación para una inmigración que, por sus características —masiva, intensa y con un bajo nivel de cualificación— está generando un conflicto presente y una grave amenaza para el futuro a medio plazo.
Con la inmigración, está ocurriendo lo mismo que con la vivienda: un problema ignorado durante años y que, al no haber sido abordado con seriedad, se ha convertido en un desafío de primera magnitud que afecta a todas las dimensiones de la vida personal y colectiva. Buena parte de esta situación se debe a una gestión negligente durante los últimos siete años de gobierno de Pedro Sánchez, plagada de promesas incumplidas.
La actitud del Gobierno y sus aliados ante la inmigración ha sido la de no reconocer el problema. Solo se comunican sus supuestas ventajas, algunas ciertas, pero muchas falseadas u ocultadas, mientras se silencia su impacto negativo.
El origen del problema
El problema de fondo no nace de la inmigración en sí, sino de dos factores estructurales:
- La ausencia de una política familiar eficaz: España nunca ha contado con una política familiar real. Las ayudas actuales son pobres —la mitad de la media europea— pese a que muchos países con menos recursos dedican mucho más a este ámbito. Un ejemplo es Hungría, que destina el 5% de su PIB a ayudas familiares. Gracias a ello, ha conseguido revertir parcialmente su crisis demográfica, aumentando la tasa de fecundidad, aunque aún no alcanza el nivel de reemplazo de 2,1 hijos por mujer. España, en cambio, apenas llega al 1,12%, lo que significa que cada generación reduce la población casi a la mitad. Ante esta perspectiva, es comprensible que se recurra a la inmigración como solución, aunque esto no justifica el volumen actual de entradas desde que Sánchez está en el poder.
- La estructura económica basada en sectores de bajo valor añadido: El turismo y sus actividades colaterales se han convertido en un polo de atracción para mano de obra poco cualificada, debido a sus bajos salarios y escasa productividad. La inmigración responde a esta demanda, pero perpetúa un modelo económico frágil y dependiente.
Radiografía actual: Cataluña en el epicentro
En 2023, España superó los 8,5 millones de inmigrantes (17,7% de la población total). Cataluña concentra más de 2,3 millones (26,2%), y en Barcelona el porcentaje se eleva al 31%. Se trata de una inmigración continua, a menudo desregulada, que está provocando efectos estructurales graves:
- Vivienda: fuerte aumento de precios y exclusión residencial, especialmente en las grandes ciudades y en los alquileres asequibles.
- Sanidad y educación: saturación y deterioro de los servicios públicos, con incremento de las desigualdades sociales, dado que el aumento de población no se ha acompañado de una dotación equivalente de recursos.
- Economía: crecimiento nominal del PIB, pero estancamiento o descenso de la renta per cápita, debido a la baja productividad de los sectores donde se emplea mayoritariamente a inmigrantes.
- Cultura y lengua: el catalán retrocede como lengua habitual y aumenta la segregación cultural y escolar.
La economía española actual depende en exceso de sectores como el turismo o la agricultura, que requieren mano de obra barata. Esto conlleva una sustitución del capital humano autóctono y cualificado, empobreciendo estructuralmente al país y comprometiendo su sostenibilidad a largo plazo.
El coste real y oculto
Otro punto clave es el de la productividad. España sigue arrastrando este problema crónico. Los fondos europeos Next Generation debían transformar el modelo productivo, pero los resultados han sido decepcionantes: en los últimos cinco años, la productividad ha caído un 2%. Una de las causas es que gran parte del nuevo empleo lo ocupan inmigrantes en sectores de baja productividad.
Además, muchos de estos inmigrantes generarán un déficit fiscal a lo largo de su vida. Desde que una persona nace hasta que muere, recibe del Estado servicios y prestaciones (educación, sanidad, pensiones…). Si su ingreso bruto anual está por debajo de los 20.000 euros, el balance fiscal de toda su vida será negativo. Es decir, otros ciudadanos deberán cubrir ese déficit. Esto ya está ocurriendo en países como Dinamarca, que ha tenido que retrasar aún más la edad de jubilación debido al peso del gasto social asociado a la inmigración.
Un conflicto intergeneracional en ciernes
Si no se revierte la baja natalidad, el sistema depende enteramente de la inmigración. Pero esto está generando un conflicto de intereses, no solo económicos, sino también políticos. Hoy los jubilados perciben prestaciones muy superiores a las condiciones que rigen la vida económica de los jóvenes; paro, bajos salarios y provisionalidad, coste de la vivienda, lo cual tiene un efecto desincentivador sobre la natalidad.
Además, el sistema de pensiones continúa desequilibrado, y esta es otra carga que compromete el futuro. De esta manera, las generaciones jóvenes están doblemente castigadas: primero por las condiciones actuales (salarios bajos, empleo precario, vivienda inaccesible) y después porque, cuando lleguen a la madurez, deberán sostener un sistema social sobrecargado y un modelo migratorio descontrolado que no han elegido.
En Cataluña, además, las consecuencias son también culturales y lingüísticas. El catalán, como lengua de primer uso, ya es minoritario: solo el 36% de la población lo utiliza habitualmente. El cambio ha sido radical y rápido, y la gran incógnita es si será reversible o no, ya que la dinámica migratoria no se detiene.
Pedro Sánchez mantiene esta política porque le permite exhibir un crecimiento del PIB positivo: hay más gente trabajando, aumenta el consumo, crece la tarta. Pero cuando se reparten las porciones, lo que se percibe es que los salarios reales apenas han mejorado, y en algunos sectores incluso han retrocedido desde 2018.
El precio de este espejismo lo pagarán, como siempre, las generaciones futuras, y a estas alturas la única solución posible es declarar una moratoria inmigratoria y armar una política familiar a la escala de la francesa o húngara. Todo lo que no sea eso, es viajar hacia una gran crisis social, económica y política, que acabar de desestructurar a la sociedad y a las instituciones políticas.
El catalán, como lengua de primer uso, ya es minoritario: solo el 36% de la población lo utiliza habitualmente Compartir en X