El liberalismo contenía un factor dirigido a dotar de cohesión a la nueva sociedad, siempre amenazada por la atomización social que generaba el propio liberalismo surgido de la modernidad. Se trata del contrato social. Pero, ¿qué ha sucedido para que tal pretensión presente un deterioro tan grande? Lo muestra el crecimiento de la desigualdad y la pobreza, la insolidaridad con los jóvenes y las familias con hijos, y el pesimismo ante el futuro, que oscila entre el temor y la incertidumbre. El contrato social responde a la necesidad liberal de establecer alguna forma de compromiso interpersonal, aunque sea tan desequilibrada como la del individuo con el Estado.
La dificultad comienza con el conflicto, propio de la Ilustración, para concordar las distintas razones. También en el propio método ilustrado, que acostumbra a responder a un abstracto universal, que carece de contraste empírico y de capacidad descriptiva del proceso histórico. En último término, es un acto del deseo. Como escribe Niall Ferguson: “A los pensadores Ilustrados del siglo XVIII les preocupaba más cómo podría o debería ser la sociedad humana que su realidad. Quesnay admiraba la primacía de la agricultura en la política económica china, Adam Smith argumentaba que el estancamiento de aquel país se debía al insuficiente comercio exterior. Pero ninguno de ellos había estado nunca en China, ninguno de los dos tenía la más mínima evidencia experimental que sustentara su opinión”[1]. El planteamiento de lo que «debería ser» estaba faltado de una «física» que permitiera reconocer «lo que ahora es». Podríamos decir que sufría de una carencia aristotélica.
La construcción de abstractos universales sobre los que se ha construido en buena medida el proyecto político liberal (y que las ideologías de género llevan a un grado superlativo), poseen la gran limitación de prescindir, cuando no cancelar, la tradición cultural; los recursos acumulados del conocimiento.
El problema del Contrato Social está en su raíz Ilustrada
El problema de nuestro tiempo surge del olvido suicida de que la modernidad no brotó de la nada y que sus bases son la tradición religiosa, moral y cultural de Occidente. En ocasiones fue el resultado de un proceso dialéctico y crítico, y Voltaire puede ser un ejemplo de ello; pero en otras se trató simplemente de una reformulación, de un afán de perfección de lo existente, como lo atestigua Montesquieu. Su idea de legitimidad popular no difiere en lo substancial de la que formuló antes Suárez desde el tomismo.
Maurice Joly escribió en 1864 su Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu[2]. Es una visión de Montesquieu desde la Francia del XIX. Joly pone en la boca de su antecesor una frase que nunca pudo pronunciar debido al tiempo en el que vivió, pero que sí expresa su punto de vista en el imaginario diálogo con Dante:
“La soberanía del poder humano responde a una idea profundamente subversiva, la soberanía del derecho humano; ha sido la doctrina materialista y atea, la que ha precipitado a la Revolución francesa a un baño de sangre, la que le ha infringido el oprobio del despotismo después del delirio de la independencia. No es exacto decir que las naciones son dueñas absolutas de sus destinos pues su amo absoluto es Dios y jamás será ajena su potestad”[3]. Ahí se juega una gran cuestión hoy arrumbada. La de la, llamémosle, teoría cristiana de Dios como fundante necesario de todo vínculo social, el trasfondo de los acuerdos fundamentales de una sociedad, y que hoy han sido substituidos por acuerdos procedimentales, y como tales circunstanciales y fungibles.
La opinión de Taylor, en una citación larga pero necesaria, es suficientemente clara.
“La teoría del contrato como tal no era nueva en aquel siglo (XVII). Existen precedentes de ella en la tradición. Tiene sus raíces en la filosofía estoica y en las teorías medievales de derechos. Además, en la baja Edad Media se dio un importante desarrollo de las teorías del consentimiento, especialmente en torno al movimiento conciliar en la Iglesia. Y el siglo XVI vio surgir importantes teorías del contrato en algunos grandes escritores jesuitas, como Suárez”. Existía un concepto previo del contrato en nuestra tradición, que había sido teorizada de forma brillante por el tomismo español del siglo XVI, pero que ahora desaparece a causa del individualismo, de la pretensión de que es posible establecer unas obligaciones equilibradas entre el individuo aislado y el Estado.
El Contrato Social necesita de los vínculos establecidos por la comunidad
En estos términos liberales, el Contrato Social no funciona. Este hecho, explica el por qué, cuando una sociedad se siente gravemente amenazada, no apela a la fuerza vinculante del contrato liberal, sino al antecedente previo de la comunidad, sea esta de carácter patriótico, religioso o a la tradición de unos padres fundadores. De la Francia invadida por la reacción europea ante la revolución, a la Rusia comunista de Stalin amenazada por la agresión nazi, a la hora de la verdad, el llamamiento no se hace en nombre de la razón ilustrada, ni de la clase proletaria, sino de la fraternidad patriótica. Entonces la pregunta es obvia. ¿Cuál es la utilidad de un contrato que no sirve precisamente cuando más necesaria es la solidez del compromiso?
La insuficiencia de los vínculos de la comunidad hace inviable el contrato social, y conduce a la coacción blanda de las democracias de Occidente, que está minando al estado de derecho.
En la sociedad de la desvinculación, el contrato social es inviable. Es, más que nunca, una etiqueta socorrida, un abstracto universal que nada resuelve. Y quien lo dude, que constate por dónde anda en España el necesario pacto de rentas, cuando en teoría un gobierno de izquierdas debería propiciarlo. Y compárese la situación con los Pactos de la Moncloa de 1977, cuando gobernaba la derecha, que en parte había surgido de la evolución del franquismo, pero a pesar de las distancias políticas entre los contendientes políticos, el pacto se produjo. Pero entonces existía el propósito de forjar una nueva comunidad y unos acuerdos fundamentales, que permitieron la Transición, y ahora tales acuerdos han sido destruidos por la cultura de la desvinculación impulsada precisamente por el liberalismo de la globalización y su aliado objetivo el progresismo de genero. Y algo parecido y a mayor escala podemos decir de los “treinta gloriosos años” en Europa, después de la II Guerra Mundial.
Artículo publicado en La Vanguardia
[1] Civilización Occidente y el Resto. Debate Barcelona 2012, p. 73.
[2] Edición de Muchnik Editores México. D.F. 2011.
[3] Ob. cit. p. 45.