Aprovechamos el otoño antes de que el invierno nos barra, sugiere  Benedetti.  La estación de la plenitud es también la de la mudanza, en el follaje y en los ritmos vitales. Los tonos ocres o rojizos transforman los paisajes en espectáculos fascinantes. Mantengo en la retina las preciosas arboledas castellanas o las de los hayedos de la «Fageda d’en Jordà» en esta época, pero hay muchas otras así en el norte de la península. Antes de morir, las hojas muestran su mejor color, queriendo despedirse de nada.

El clima templado de la segunda hierba invita igualmente a la introspección. Es el momento de volver sobre uno mismo, de apuntar a la esencia de las cosas y contemplar la desnuda verdad que hay en ellas. Ninguna otra temporada lo permite: ni en la siguiente somos capaces de ir más allá de las inclemencias; ni en la primavera el sol cegador renuncia a deslumbrar. El verano es la verdadera antítesis del otoño: es la apariencia y el escaparate frívolo, el baile de disfraces en el que consumimos las horas exhibiendo lo que no somos. Siempre me he preguntado qué será del «chuloplaya» en estos meses con cielos de «barriga de burra».

No tener que entrar ni salir de casa a la fuerza es, sin duda, un regalo de Dios. Y poder volver a la santa rutina sin que te molesten los planes estivales, es un auténtico placer. Cuando en las series de adolescentes veo llorar a lágrima viva a sus protagonistas al finalizar agosto, me malicio que lo hacen de alegría para dejar de hacer el «canelón» y de representar personajes distintos de los que llevan dentro.

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