La noticia ha llegado de forma discreta en una Europa todavía volcada en la gestión de la epidemia. Pero es probable que durante los próximos meses el caso tome una notoriedad pública de primer orden y tenga consecuencias económicas y políticas importantísimas.
Por primera vez desde el comienzo de la crisis sanitaria mundial, tres de los principales líderes occidentales, Donald Trump, Boris Johnson y Emmanuel Macron, han expresado sus dudas sobre el papel de China en la epidemia del nuevo coronavirus, SARS-Cov- 2.
La Casa Blanca ha ido más allá que el 10 de Downing Street y el Palacio del Elíseo, al menos públicamente. Como recoge la CNN, los Estados Unidos han anunciado una investigación sobre un laboratorio de bioseguridad nacional situado a una treintena de kilómetros del mercado de Wuhan como posible origen del virus.
El laboratorio en cuestión era conocido antes del coronavirus como un centro de estudio de los riesgos epidemiológicos en los humanos provenientes de animales salvajes, particularmente murciélagos.
La hipótesis del laboratorio de Wuhan es tan sólo una de las varias que los servicios secretos estadounidenses están explorando actualmente para determinar el verdadero origen del virus. Una compleja investigación que se justifica también por la falta de fiabilidad de las informaciones que el gobierno chino transmite desde el comienzo de la epidemia.
Además, Donald Trump se ha mostrado particularmente crítico con la gestión china desde el comienzo, e insiste en hablar de un «virus chino». A pesar de que todo apunta a que la afirmación de Trump es estrictamente cierta, Pekín ha evitado hacer cualquier autocrítica.
No solo eso, sino que además China ha difundido a través de canales tanto solemnes como ruedas de prensa de su ministro de asuntos exteriores Zhao Lijian (la última el 16 de abril), que en realidad el virus es un producto norteamericano.
Todo ello es leña de excelente calidad para seguir extendiendo el fuego de la campaña económica de los Estados Unidos contra China, tal vez la única gran iniciativa del presidente Trump que une a demócratas y republicanos.
Por su parte, las autoridades chinas se han mostrado incapaces de tranquilizar a la opinión pública mundial a propósito del misterioso laboratorio de Wuhan. En efecto, tal y como relata Le Figaro, sus instalaciones permanecen cerradas desde el inicio de la epidemia, rodeadas del mayor secreto.
Como es habitual en la China de Xi Jinping, Pekín juega la cooperación exterior pero redobla censura y presión sobre su población. Por ejemplo, todo artículo chino que aborde la cuestión del origen del virus debe pasar por las manos del «Imprimatur» comunista antes de su publicación.
Curioso detalle, la página web del laboratorio de bioseguridad lleva varios meses «en actualización», y la imagen de una joven investigadora que trabajaba ha desaparecido de la web del Instituto de epidemiología chino. Se sospecha que ella sea en realidad el paciente cero del virus, muerta a causa de la enfermedad.
El único elemento que podría restar algo de culpa a China es que el coronavirus no es en ningún caso un producto sintético de laboratorio, sino claramente de origen natural. Así, nadie puede acusar a China de haber creado un arma biológica, «tan sólo» de haber manipulado un virus potencialmente transmisible a los humanos de forma imprudente.
Pero como China insiste en negar toda responsabilidad en el asunto y sigue alimentando teorías complotistas muy variadas, la pérdida de credibilidad del régimen podría ser estrepitosa y acelerar el distanciamiento económico de Occidente del gigante asiático, ya iniciado debido a casos como el de las redes de telecomunicaciones 5G.
Más allá de un bache temporal del PIB chino, la epidemia podría pues implicar un alejamiento político-económico de Occidente y quizás sanciones económicas de los Estados Unidos, lo que nos situaría, en el peor de los casos, en una nueva guerra fría y, en el mejor, en un mundo económicamente dividido en dos sistemas opuestos.