La brecha entre el discurso oficial del Gobierno y la diagnosis severa de la OCDE ya no puede ocultarse, ya que durante años se nos ha explicado que el sistema de pensiones español era sostenible gracias a reformas puntuales —unos retoques paramétricos aquí, un mecanismo de equidad intergeneracional allá— y, sobre todo, por la recuperación del empleo hasta alcanzar casi los 22 millones de afiliados. El relato optimista tenía una virtud: era políticamente cómodo. Pero tenía un defecto aún mayor: no era verdad.
El último informe de la OCDE actúa como un jarro de agua fría sobre ese confortable autoengaño de las pensiones.
Advierte que para 2050 el déficit del sistema será “insoportable”, fruto del acelerado envejecimiento de la sociedad española, la segunda con mayor tasa de dependencia de la tercera edad entre todos los países de la organización. Solo Corea está peor.
Esta realidad demográfica —más jubilados, menos trabajadores, escasos nacimientos— no es un fenómeno coyuntural, sino estructural, consecuencia directa de un índice de fertilidad que está entre los más bajos del planeta: 1,12 hijos por mujer. Solo China (1) y la propia Corea (0,72) presentan cifras inferiores.
La consecuencia es inevitable: España avanza inexorablemente hacia una estructura poblacional que recuerda al caso coreano, donde la combinación letal de longevidad y falta de nacimientos ha desencadenado una crisis de sostenibilidad sin precedentes, pero con una ventaja por su parte: su productividad es mucho mayor.
La OCDE no solo proyecta un escenario más sombrío que el Instituto Nacional de Estadística o Eurostat, sino que discrepa claramente de otro organismo con autoridad técnica: la AIREF. Mientras esta última estima un gasto medio en pensiones del 14,5% del PIB entre 2023 y 2050, la OCDE revela que en el año 2050 el gasto alcanzará el 16,1% del PIB. Y, aunque es cierto que no es lo mismo un promedio que un valor puntual, el contraste es revelador: incluso en su versión más amable, las cifras internas no logran ocultar la dureza del diagnóstico externo.
Pero la realidad presente ya es suficientemente preocupante.
Hoy, las cotizaciones de los trabajadores apenas cubren el 70% de la factura de las pensiones. El 30% restante debe asumirlo el Estado mediante transferencias. Y estas se han disparado: de 15.600 millones (menos de un punto de PIB) han saltado a 41.600 millones en 2024 (3% del PIB). Es decir, cada año inyectamos desde los Presupuestos una cantidad que crece más rápido que los recursos disponibles. Esta no es una senda, es un precipicio.
Según la OCDE, España será el país donde más aumentará el gasto en pensiones en las próximas décadas, pasando del 13,7% del PIB en 2025 al 17,3% en 2050.
Mientras tanto, otros países consiguen contenerlo —o incluso reducirlo— gracias a reformas profundas. Italia, la gran campeona del gasto desbocado, pasará del 16,1% al 15,5%. Francia reducirá medio punto. Suecia, después de una reforma estructural, llegará a 2050 con un gasto que apenas representa el 7% del PIB. Son países que tomaron decisiones difíciles antes de que fuera demasiado tarde.
Parte del problema español no se explica únicamente por el envejecimiento, sino por otro factor aún más inquietante: la baja productividad.
Desde los años 90, el PIB por hora trabajada de España ha ido convergiendo hasta igualar la media de la OCDE. Esto significa que miles de nuevos afiliados —muy especialmente los que provienen de la inmigración reciente— entran en sectores de baja productividad con salarios bajos y cotizaciones insuficientes para sustituir las de los trabajadores que se jubilan, cuyas cotizaciones son más elevadas.
En otras palabras: no basta con tener más trabajadores; necesitamos trabajadores mejor remunerados, lo que exige un modelo productivo mejor.
Y esa era, precisamente, la promesa incumplida de los fondos Next Generation, destinados en parte a esa transformación y que, sin embargo, han terminado diluidos en un mar de proyectos dispersos, clientelares y de impacto limitado.
Ante este panorama, la OCDE propone medidas que ningún gobierno desea escuchar:
– que las pensiones dejen de aumentar automáticamente como el coste de la vida,
– que se desarrollen de forma urgente sistemas de pensiones complementarias,
– que se aumente la presión fiscal para cubrir el déficit,
– y que se regularice a cientos de miles de inmigrantes para ampliar la base de cotizantes.
Cada una de estas propuestas es un torpedo en la línea de flotación de cualquier agenda electoral.
A todo esto hay que añadir otro elemento decisivo: sin una mejora significativa de la natalidad, cualquier reforma será insuficiente. Y aquí llegamos a la gran anomalía española. Nuestro país invierte solo alrededor del 1,4% del PIB en políticas de apoyo a familias e hijos.
La media de la Unión Europea se sitúa entre el 2,1% y el 2,3%. Es decir, España destina entre 0,7 y 1 punto menos de PIB que el promedio. Equipararnos exigiría entre 16.000 y 17.000 millones adicionales cada año. No es una cifra menor, pero tampoco es inasumible si se reordenaran prioridades, empezando por la eliminación de subvenciones ideológicas que no generan retorno económico alguno.
Porque —y esta es una observación crucial— las ayudas a la familia no son un gasto: son una inversión. Casi todos los programas tradicionales, salvo el cheque bebé, generan más ingresos futuros al Estado que desembolsos presentes. El mensaje es simple: ayudar a que las familias tengan hijos no solo es justo, sino rentable.
No existe posibilidad de equilibrar las pensiones a largo plazo sin políticas de natalidad ambiciosas, estables y bien financiadas. No hay suficientes inmigrantes en el mundo para compensar permanentemente un índice de fertilidad tan bajo. No hay productividad que pueda crecer a la velocidad necesaria con un modelo económico lento. Y no hay manera de sostener un sistema sin una población activa que crezca.
Pero aquí surge el obstáculo político mayor. Para abordar esta reforma integral sería necesario que el Gobierno adoptara decisiones valientes, impopulares y contrarias a los intereses electorales más inmediatos. Y uno de esos intereses es decisivo: los jubilados constituyen una de las bases electorales más sólidas del Gobierno actual. Confrontar esta realidad exige coraje político; y ese coraje, por ahora, no existe.
España se adentra así en un terreno desconocido: un país envejecido, con baja productividad, con un modelo productivo dopado por la inmigración masiva, sin políticas de natalidad reales y con un sistema de pensiones cuyo desequilibrio se agranda año tras año.
El informe de la OCDE no es una catástrofe anunciada: es un aviso urgente. Y cada día que se pierde sin actuar lo convierte en más irreversible.
Más jubilados, menos nacimientos y baja productividad: la tormenta perfecta del sistema de #Pensiones. #Economía Compartir en X





