Las ministras de Educación e Igualdad, Isabel Celaá e Irene Montoro, iniciaron en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros, un duro ataque cuyo trasfondo político es muy evidente: es el gobierno del estado quien decide sobre la educación de los hijos. A este primer embate han seguido, en disciplinado orden, más opiniones en sentido parecido. Para ello se han desarrollado dos ejes argumentales comunes. Por una parte, digamos la exegesis del pronunciamiento: “los hijos no son propiedad de los padres”. Que acaba por derivar en un “los hijos no son de los padres”. Por otra, la acusación insólita en un ministro de machismo y homofobia hacia los padres que no comparten la ideología de género, bien en su concepción de feminismo de género, bien en la de las identidades de género.
Creo que todo esto es demasiado importante para pasarlo por alto, o convertirlo en material inflamable del enfrentamiento partidista. En definitiva, la misión de los padres y la familia, como fundamento de nuestra sociedad y de la felicidad personal, es decisivo, pero tal y como lo platea el gobierno Sánchez-Iglesias parece confrontado con la misión de la escuela de enseñar e instruir en lugar de ser la condición necesaria para que la enseñanza sea posible.
De hecho la concepción de los gubernamentales es exactamente esta: “el derecho de los padres a educar a sus propios hijos, no tiene fundamento. El niño pertenece a la sociedad“. ¿Cierto? El problema es que esta es la doctrina comunista sobre la educación, porque aquella frase pertenece al líder soviético Nikolái Bujarin, corresponde a su libro El ABC del Comunismo párrafo79, y fue escrita en 1919.
Por eso es necesario levantar la perspectiva y evitar el falseamiento del problema -situándolo no solo en torno al llamado pin parental- porque la cuestión es mucho más grave, profunda y terrible. Por una parte, se trata del fracaso del sistema educativo español en todos los ámbitos, que afecta a demasiados niños, adolescentes y jóvenes, y que puede ocultarse bajo polémicas de partido. Por otra, porque resulta inaceptable el propósito de usurpar la misión de la familia.
Vayamos por lo primero. A la vista de los resultados España dispone de uno de los peores sistemas educativos de Europa. Esto es una dolorosa evidencia. Ocupa los últimos lugares en cualquiera de las mediciones que se realizan para evaluar la enseñanza: resultados PISA; demasiados alumnos de bajo nivel, y muy pocos en los niveles máximos; desmesurado fracaso y abandono escolar, y una insoportable proporción de jóvenes de 16 a 29 años que ni estudian ni trabajan. Es un desastre de grandes proporciones. Pero hay más. La gran extensión de la pornografía entre adolescentes incluso niños, el desarrollo de conductas violentas de todo tipo, las dependencias, de los móviles a las drogas, la frecuencia de casos de bulimia, anorexia, obesidad, pero también de alimentación insuficiente, el desarrollo de trastornos psicológicos graves, la dificultad para asumir compromisos fuertes, para superar la frustración, para el trabajo, la concentración y al orden. Todo eso lo conoce muy bien el profesorado, porque ha terminado convirtiendo a muchos de ellos en terapeutas más que en maestros, porque una parte grande de su tiempo lo dedica a aquellas cuestiones y a intentar conseguir un orden en el aula que posibilite el instruir. Todo esto daña a una parte grande de nuestros adolescentes y jóvenes, entre una cuarta parte y el treinta por ciento. Son personas condenadas a una vida difícil por su doble déficit, educativo y de formación. Los gobiernos de España han abordado esta emergencia de manera insuficiente. El de Sánchez-Iglesias lo hace peor. Esconde el problema y monta una polémica y lo politiza.
Y no, no se trata en primer término de los recortes presupuestarios. Naturalmente se necesita más dinero. Pero es un engaño si se afirma que esta es la cuestión decisiva. Los registros sobre los resultados eran incluso peores antes de la crisis y los recortes. Es un problema mucho más complejo. Países con un gasto público mucho menor, como Polonia, se han situado durante los últimos años, en posiciones de cabeza en el ámbito educativo, superando incluso a Finlandia. También Portugal ha mejorado sensiblemente con menos recursos.
El problema es más profundo y complejo que el dinero porque depende en gran medida de la familia. Lo sabemos cómo mínimo desde los años 80, con los trabajos de Coleman sobre el capital social de las familias y su consecuencia sobre el capital humano. Claro que con menor carga empírica, podríamos remontarnos hasta Aristóteles, cuando afirma en su Ética Nicomáquea, que las familias educan mejor que el Estado porque conocen a sus hijos. La familia es decisiva para la educación, para la enseñanza y para la instrucción, esto es una obviedad. En nuestro contexto, los trabajos del sociólogo Francisco Javier Elzo sobre la capacidad educadora de los distintos tipos de familia, señalan claramente que solamente aquellas que son capaces de construir una cultura ética y moral en su seno, unas pautas claras de comportamiento, obtienen buenos resultados. Y es que el capital social se basa en este núcleo en el llamado capital moral.
Y eso nos conduce al gobierno de España y a sus palmeras y palmeros, que niega el derecho prioritario a educar de los padres, reconocido en el artículo 27.2 de la Constitución, que asimismo les faculta para intervenir en la gestión escolar en el artículo 27.7. Por su parte, la Declaración Universal de Derechos Humanos en su artículo 26.3 establece que: (…) Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que deberá darse a sus hijos. Concretamente, según el preámbulo de la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño, establece que los Estados deben ofrecer asistencia para que los padres asuman sus responsabilidades. La cuestión es clara: el sistema público en el ámbito de la educación, y sobre todo en materia moral, no suple a los padres, sino que los asiste. Esta es la diferencia radical entre un sistema democrático y otro totalitario como por ejemplo el que se implantó en la URSS.
La escuela debe complementar la educación moral de sus alumnos pero no ocupar el lugar de los padres, sino actuar de acuerdo con ellos. Una de las razones fundamentales del fracaso escolar español es la distancia que separa la escuela de los padres. Las leyes educativas promulgadas, la gran mayoría de textos diagnosticando la pésima situación de la educación en España, ignoran el papel de la familia, aunque en sus análisis queda clara la impotencia de la escuela cuando la familia falla, y la estrecha relación entre los resultados y la condición de cada familia.
La escuela debe formar, instruir en los ámbitos del conocimiento que requieren una formación específica, de la historia a las matemáticas, pero no puede desarrollar, en especial la escuela pública, un ideario específico en el ámbito moral porque entonces rompe con la obligada neutralidad del Estado y por consiguiente con las normas constitucionales y democráticas con las que nos hemos dotado.
En nombre del respeto y la diversidad siempre necesarios, no puede impartirse una ideología específica, caso de la perspectiva de género, o de sus aplicaciones concretas. No puede cometerse la añagaza en nombre de aquellos valores, de presentar determinadas formas de entender la persona, determinados estilos de vida, que pueden ser valorados por un sector de nuestra sociedad, pero que no son compartidos por toda ella y que en ningún caso pueden traducirse en políticas educativas. Carece de sentido enseñar el respeto, de manera fragmentada, ciñéndose a supuestos individuales muy concretos. Ser lesbiana, gay, transexual, bisexual, queer, no justifica un tratamiento y un reconocimiento específico en el respeto moral, sino que este se debe a todas las personas con independencia de su naturaleza, y así debe ser enseñado.
La escuela tampoco puede ser lugar de experimentación sobre la sexualidad de las personas, y menos todavía cuando estas tienen edades infantiles o se encuentran en la adolescencia. Esta es la tarea fundamental de las familias porque son ellas quién conocen mejor el delicado equilibrio personal entre impulso biológico del que está creciendo en la vida, y su madurez afectiva. La escuela, en todo caso, puede complementar esta tarea, pero no sustituirla y mucho menos presentar modelos confrontados a los que puedan tener las familias.
Artículo publicado en La Vanguardia