En la mayoría de edad de la princesa Leonor también deben señalarse los problemas del jefe del estado en España

Remarco de entrada donde sitúo el foco. No en el sudado debate sobre monarquía o república, sino en las atribuciones que tiene el jefe del estado en España con independencia de si es un rey o un presidente de república.

Como ejemplo quisiera que fijáramos la atención en el vecino portugués. Estos días el presidente del estado, Marcelo Rebelo de Sousa, en uso de sus atribuciones ha vetado el decreto del gobierno para privatizar la aerolínea portuguesa TAP. Lo ha hecho porque reclama más transparencia en la operación y una mayor concreción. Una intervención de este tipo, que no hace más que garantizar el buen funcionamiento del estado, sería insólita en España, donde el jefe de la instancia estatal es el gran mudo.

Pero este hecho desacostumbrado en España forma parte del juego democrático de los contrapesos que garantizan un mejor funcionamiento, porque estas atribuciones e incluso otras superiores las tienen los jefes de estado de nuestro entorno europeo. Incluso en el caso de Italia, el jefe del estado tiene la prerrogativa de convocar elecciones y disolver gobiernos, y gracias a ello se han superado muchas de las frecuentes crisis que afectan a ese país.

No es la primera vez que el presidente de Portugal interviene. Lo ha hecho en temas más polémicos todavía, vetando, por ejemplo, en más de una ocasión la ley sobre la eutanasia.

Estamos, en definitiva, frente a sistemas que permiten reequilibrios y contrapesos que en España no existen.

El resultado ha sido la conversión del sistema político español en el que el presidente del gobierno se ha convertido en un casi presidente de estado de un régimen presidencial, porque la mayor parte del poder político se concentra en su figura.

Los ministros son de hecho simples secretarios suyos y debido al sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas se ha desarrollado una partitocracia radical que concentra el poder en el vértice de cada partido, y que hace que el presidente del gobierno sea al mismo tiempo el dueño de los diputados del partido de la mayoría en el Congreso, con el resultado de que nadie es capaz de levantar ni siquiera una ceja porque sabe que si lo hace no volverá a repetir como diputado, porque su sitio no depende de los electores sino de la posición que ocupa en la lista que define el propio partido.

Pero es que, además, por medio de la presidencia del Congreso, el jefe del gobierno controla el funcionamiento de la Mesa, que es quien determina las prioridades legislativas y la aceptación de qué temas deben tratarse y cuáles no. Y como el Congreso, a su vez, decide en una serie de organismos entre el Tribunal Constitucional y el Poder Judicial y otras instancias importantes, el presidente del gobierno extiende sus tentáculos de gobierno a todas estas instancias que, en último término, depende de su criterio en la parte de miembros que han sido elegidos por el poder gubernamental. Ahora mismo la mayoría del TC come alpiste de su mano.

Todo esto significa un deterioro brutal de la democracia española. Es una carcoma que va devorando por dentro la madera hasta que un día de forma aparentemente insospechada el mueble se derriba entre nubes de polvo. En realidad, haría ya tiempo que por dentro toda la estructura había desaparecido por la voraz labor de la carcoma.

Si el jefe del estado en España tuviera poder moderador podría equilibrar o atenuar aquellas prepotencias del jefe del gobierno. Pero esto no ocurre porque no tiene estas facultades, dado que la Constitución en su momento y respondiendo a las necesitadas de la transición, aceptó la monarquía, pero no quiso darle la más pequeña función de autoridad estatal. Pesaban y mucho los desdichados antecedentes, por ejemplo Alfonso XII, entre otras razones.

En ese momento, la monarquía española tiene un problema: casi toda su energía se ocupa en ser simpática para ser aceptable para la sociedad española. Es necesario que no hiera a nadie y que todo el mundo la asuma. Se trata simplemente de que su finalidad se ha convertido en la de no molestar a nadie para así poderse reproducir a lo largo del tiempo.

Pero este fin no es adecuado para el sistema político, aunque pueda serlo para la propia institución monárquica. En ese momento, la monarquía española no tiene otra función que reproducirse a sí misma. Lo muestra con toda su brutalidad el haber excluido al rey emérito, Juan Carlos I, y por extensión a la reina Sofía, de la jura de la Constitución por parte de su nieta en el Congreso de los diputados. El rey emérito es el rey emérito y debe ser considerado como tal, y además tiene a su favor la ingente labor que hizo precisamente posible esta Constitución.

Ahora, por conveniencias inmediatas del poder, se borra de repente toda esta trayectoria y al hacerlo se borra también el sentido de la monarquía como una realidad que trasciende a la coyuntura política de cada momento, que es precisamente lo que le otorga su fuerza histórica. Lo que es conveniente con la mirada de vuelo gallináceo, es contrario para su finalidad a largo plazo.

Esta forma de proceder que no interviene en el buen funcionamiento de la democracia española porque no tiene en el jefe del Estado el mínimo contrapeso ni garantía de equilibrio constitucional, afecta gravemente a su futuro porque del deterioro de las instituciones no se escapará la misma instancia monárquica. Ésta es una evidencia que los monárquicos de corazón deberían asumir por realismo y que todos deberíamos tratar de ponerle remedio porque si no la carcoma que está devorando las instancias de la democracia española no hará excepción con la institución monárquica.

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