La crisis económica que estamos viviendo también ha causado un empeoramiento de las condiciones de vida, si es que eso era posible, entre los más abandonados de todos, los llamados sin techo, las personas que viven en la calle. El cierre de pensiones y hoteles baratos, que era un espacio de refugio más o menos ocasional para la gente que no tiene hogar, el hecho de cerrar bares y restaurantes a los que podían acceder no siempre con facilidad a los servicios, la vida de las calles comerciales que les proporcionaba recursos, todo ello quedó tremendamente alterado por el confinamiento, y ahora sus efectos aún se hacen notar. También debido a que muchos centros que ayudaban a estas personas cerraron, dejándolos sin posibilidad de ir a un lugar a lavarse, lavar la ropa, descansar…
Las administraciones públicas, Gobierno y Generalitat, en ningún momento han contemplado las necesidades de los últimos de la fila y en el área metropolitana de Barcelona sólo el Ayuntamiento de la capital puso en marcha algunos servicios supletorios para paliar el desastre.
Ahora que el confinamiento ya queda atrás, se produce un nuevo factor: la crisis expulsa a la calle a nueva gente. En el momento actual la Fundació Arrels, especializada en la atención a los sin techo, tiene contabilizadas sólo en la ciudad de Barcelona 1.200 personas, una de las cifras más altas de los últimos años. Su dimensión, a la que habría que añadir la del resto de Cataluña, no es tan grande como para hacer imposible una acción realmente resolutiva, pero nadie piensa en ellos.
Ahora que está de moda protestar contra el racismo, hay que decir que la raíz principal de este es la pobreza. Hay un racismo que no es a la raza sino al hecho de ser pobre, y que es común a todos. Nadie es racista con el hijo de un jeque del petróleo, pero sí lo es con un chico marroquí de la misma edad que llegue sin papeles. El factor diferencial real no está en la raza, sino en el dinero. Hay un racismo contra los sin techo, y las administraciones no hacen nada sustancial para evitarlo. Más bien se dedican a gestionar el problema, a «moverlo», que no es sinónimo de solucionarlo. Esto es tan evidente que la Fundació Arrels, que tiene una larga y meritoria experiencia en atender a estas personas, tiene un presupuesto que basa sus ingresos de 4 millones de euros en las aportaciones privadas, que significan el 70% de todos sus recursos. Esto ya da una idea de la escasez del interés público para estas personas. Si suprimiéramos las actuaciones y ayudas que dan esta Fundación, Cáritas y parroquias y conventos, constataríamos dolorosamente que la gente de la calle viviría en la más absoluta de las miserias, y que el estado del bienestar es incapaz de llegar hasta ellos.