Francia es un país que funciona a medio gas desde el jueves 5 de diciembre, primera jornada de huelga contra la reforma de las pensiones propuesta por Emmanuel Macron, que busca simplificar el complicado sistema actual y establecer un régimen universal.
A pesar de que la huelga se quería general, el seguimiento fue extremadamente desigual: los funcionarios públicos participaron en gran número; entre los conductores de tren (SNCF) y metro parisiense (RATP), la movilización rozó el 90%. En el sector privado, el impacto habría sido mínimo si no hubiera sido por la huelga de los transportes públicos.
A diferencia de España, en Francia la ley no impone un verdadero servicio mínimo, sino que tan solo obliga a informar con cierta antelación de las perturbaciones. El resultado ha sido la semiparálisis de la región parisiense y 600 km de colas en las carreteras el viernes al atardecer, un récord histórico.
Los empleados de la SNCF y la RATP se quejan de la pérdida de sus «regímenes especiales», un conjunto de condiciones laborales extremadamente ventajosas aprobadas a mediados del siglo XX y justificadas por las duras condiciones de trabajo -en aquel tiempo- así como por la prosperidad inusual del periodo y una esperanza de vida mucho más baja que la actual.
Hoy, pero, estos regímenes especiales se han convertido en una aberración socialmente injusta, como muestra la gráfica siguiente publicada por el diario Le Parisien. Los empleados de la RATP reciben de media una pensión bruta tres veces más importante (!) que los del sector privado, y se jubilan 7 años antes.
Los empleados de la SNCF, la RENFE francesa, tienen condiciones similares. El escándalo es particularmente mayúsculo en el caso de los conductores de tren, que se pueden jubilar a los 50 años (!) y disfrutar de una pensión equivalente al 75% del sueldo mensual de los seis meses anteriores la jubilación.
Se trata de condiciones tan desmesuradamente ventajosas que causan por sí solas un importante déficit público: 3.000 millones de euros de los presupuestos se destinan cada año a pagar las pensiones de la SNCF, y 700 las de la RATP. En el caso de los funcionarios públicos, el coste se eleva a unos 8.000 millones de euros.
Son los franceses que trabajan en el sector privado quien financian no solo sus propias pensiones, sino las de una serie de colectivos que, en vez de estar agradecidos, se dedican a boicotear las jornadas de trabajo de aquellos a quien lo deben todo.
En Alemania, a cambio del puesto de trabajo permanente y una pensión elevada, los empleados públicos están obligados a garantizar el servicio que prestan. En Francia, en cambio, son los que más huelgas hacen, conocedores del efectivísimo chantaje que les brinda la naturaleza de su trabajo.
A diferencia de los militares, policías y magistrados franceses, que no pueden hacer huelga, o de los empleados sanitarios, que pueden hacerla pero garantizando el servicio, los transportistas pueden tomar como rehenes los millones de personas que necesitan los transportes públicos para ir y volver del trabajo o ver a la familia el fin de semana. Y esto durante un periodo indefinido.
De momento, los principales sindicatos de la SNCF ya han hecho un llamamiento a «perennizar» la movilización y «endurecer» la huelga. La presa de rehenes continúa, ante el gobierno de Macron que, a pesar de que no parece de momento querer retroceder, tampoco toma medidas de urgencia para restablecer el orden y permitir a los franceses vivir normalmente.