Consideración de Cataluña (12) El gran malestar. Cuando la renta de la gente no acompaña al crecimiento económico

La evolución del PIB per cápita es un termómetro esencial para entender la realidad económica catalana. En los períodos de expansión previos a 2008, el PIB total crecía mucho más rápido que la renta por habitante, debido sobre todo al aumento intenso de la población. Durante el boom de 2000-2007, la inmigración hizo subir a la población más de un 2% anual —un hito inédito— pero diluyó las ganancias individuales.

Cataluña pasó de 6,17 millones de habitantes en el 2000 a 7,3 millones en el 2008: un incremento de más de 1,1 millones de personas en tan solo ocho años. Buena parte del crecimiento económico sirvió para absorber a esta nueva población, no para mejorar la renta de cada uno.

Esta relación entre demografía y renta no es nueva

El éxodo rural y la inmigración interior de los años cincuenta y sesenta ya habían hecho crecer a la población de 3,8 millones (1960) a 5,9 millones (1980). Pero a partir de 1975, el ritmo se frenó drásticamente: entre 1975 y 1985 el incremento anual fue de un modesto 0,76%. Esta estabilidad demográfica permitió que el PIB per cápita mejorara durante la recuperación de los ochenta y noventa, cuando la economía crecía sin presiones poblacionales adicionales.

La década de 1990 estuvo marcada por un crecimiento muy bajo de la población —alrededor de los 6,1 millones de habitantes— a causa de la caída de la natalidad y el fin de las grandes migraciones internas. Esto facilitó un aumento modesto pero sostenido del PIB por persona.

Pero el cambio de siglo dio un giro a todo. La ola migratoria de 2000, procedente sobre todo de Latinoamérica, el norte de África y la Europa del Este, transformó profundamente el mercado laboral y la estructura social del país.

Con la Gran Recesión (2008-2013), este impulso se detuvo. Muchos inmigrantes se fueron y la población se estabilizó en torno a los 7,5 millones. La crisis hizo retroceder al PIB per cápita hasta niveles de los años noventa. Posteriormente, entre 2014 y 2019, la economía se recuperó con fuerza (+3% anual) mientras la población crecía solo un +0,5% anual, lo que permitió una mejora significativa de la renta por habitante (+2,4% anual), la mejor desde finales de los noventa.

Sin embargo, después de la pandemia el patrón se ha repetido. A pesar de la sacudida de 2020, la población ha continuado aumentando y en 2023 Cataluña ya superaba los 8 millones de habitantes. El PIB catalán total crece, pero el PIB per cápita es todavía un 1,1% inferior al de 2019. Es decir: hay más actividad, más gente y más trabajo, pero la riqueza individual no recupera el ritmo. La demografía, que durante décadas fue un motor, se ha convertido en un freno al progreso real.

Este efecto de “dilución del crecimiento” revela una tendencia preocupante: Cataluña crece más en número que en productividad. El resultado es una sensación de prosperidad aparente, pero con un empobrecimiento relativo de las familias. La economía puede crecer sobre el papel, mientras la gente nota que los sueldos no avanzan y el coste de la vida sí.

La desindustrialización: otro lastre

Además de la demografía, existe un segundo factor estructural: la pérdida de peso de la industria. Cataluña, históricamente «la fábrica de España», ha vivido un proceso claro de desindustrialización. En 2000 la industria representaba el 26,9% del PIB; hoy apenas alcanza el 18-19%. Durante la crisis de 2009 cayó hasta el 17,8%, y pese a una ligera recuperación posterior, nunca ha vuelto a los valores de hace dos décadas.

El cambio de estructura económica es profundo. La deslocalización, la competencia internacional y la burbuja de la construcción de los años 2000 provocaron que el crecimiento se desplazara hacia sectores menos productivos: servicios, turismo y empleos de bajo valor añadido. La industria, con mayor capacidad exportadora y mejor productividad, perdió terreno. El resultado: una economía más dependiente de los servicios y más vulnerable a crisis externas.

Cataluña sigue concentrando cerca del 25% del valor industrial de España, pero esto no compensa la pérdida relativa dentro de su propio PIB. La productividad laboral se ha estancado y el PIB por trabajador crece muy poco. En la práctica, se crean muchos puestos de trabajo, pero con frecuencia de baja calidad o con sueldos insuficientes para sostener el nivel de vida. Así, el malestar no es solo económico, sino también emocional: la sensación de estar siempre corriendo para no avanzar.

Un modelo agotado

El problema de fondo es que el modelo de crecimiento catalán actual –más población, menos industria y servicios de baja productividad– genera más PIB, pero reparte la riqueza entre más personas y a través de trabajos menos eficientes. El resultado es un crecimiento per cápita modesto y desigual.

Este modelo tiene, además, consecuencias sociales: la vivienda se encarece, los salarios reales retroceden y la precariedad se cronifica. La clase media, que había sido el motor de la prosperidad catalana, se ve cada vez más presionada entre la inflación y los costes básicos. Mientras las élites políticas y mediáticas se concentran en debates identitarios o partidistas, el malestar real se extiende.

En mitad de la tercera década del siglo XXI, Cataluña entra en una etapa de incertidumbre económica y social. Podemos consolarnos pensando que la mayoría de Europa vive un proceso parecido —crecimiento lento, envejecimiento y dependencia de servicios—, pero el consuelo es débil. Hace doscientos años que Cataluña ha sido sinónimo de empuje e iniciativa, y hoy parece vivir en un estado de resignación productiva.

Nadie parece especialmente preocupado: ni las élites económicas ni los responsables políticos. Solo el malestar de la gente, palpable en conversaciones y calles, indica que haría falta un nuevo proyecto colectivo. Pero el debate público sigue centrado en la independencia —es un decir—, en el miedo al otro, o en las maniobras del presidente Sánchez. Mientras, los problemas reales —la productividad, la educación, la investigación, la industria— permanecen sin respuesta.

Cataluña no necesita más discursos, sino un cambio de modelo que vuelva a poner la renta, el trabajo y el progreso en el centro. Sin embargo, el crecimiento será solo un espejismo estadístico y el malestar seguirá creciendo bajo la superficie.

Consideración de Cataluña (11) Periodos de crisis y recuperaciones. ¿Qué hemos aprendido?

El malestar no es solo económico: es la sensación de ir atrás mientras nos dicen que avanzamos. #Crisis #Sociedad #Catalunya Compartir en X

 

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