La reapertura de Notre Dame, cumpliendo el plazo fijado por Macron de cinco años para una compleja reconstrucción, ha requerido un esfuerzo humano, técnico y artístico descomunal. Este evento se ha convertido en un acto religioso y también político de primera magnitud. El propio presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, estuvo presente, ocupando un lugar destacado entre los jefes de estado, cercano al que ocupaba la esposa del presidente Joe Biden, que delegó en ella su representación. Cerca de 40 jefes de estado asistieron, incluyendo tanto presidentes de repúblicas como monarquías coronadas.
El acto adquirió un carácter extraordinario por su relevancia internacional y por el interés del propio Macron en destacar el significado de la Catedral de París en su triple dimensión: religiosa, cultural y como símbolo nacional. La dimensión religiosa fue el eje central del evento, mientras que su importancia cultural radica en que Notre Dame es un elemento icónico de la cultura europea, tanto en su sentido popular como en su mayor expresión. Además, para Francia, la catedral es un símbolo esencial de su identidad, evocando tanto su gloria pasada como su capacidad para impulsar el presente. Este carácter popular se refleja en que Notre Dame es el sitio más visitado del país, incluso por encima de emblemas como el Museo del Louvre o la Torre Eiffel.
Un ejemplo de esta relevancia simbólica lo encontramos en Jean-Luc Mélenchon, líder de la izquierda francesa (La Francia Insumisa) que, pese a su declarada laicidad, reconoció la importancia del evento. Declaró ante la pregunta de si habría acudido como presidente de Francia: «Sí, aunque soy laico, lloré cuando Notre Dame quemó. Es una obra que pertenece a toda la humanidad». Este gesto muestra una sensibilidad y comprensión que trascienden las barreras ideológicas.
Por eso, resulta tan llamativa la ausencia total de representación española. Las instituciones políticas de España, incluidos los Reyes Felipe y Letizia, decidieron no asistir al evento, a pesar de haber sido invitados, y no ofrecieron ninguna explicación. Esta ausencia es extraña e inexplicable, considerando las dimensiones religiosa, política y cultural del evento, a las que también se suma su popularidad. Si la Casa Real busca proyectar la imagen de una institución que no da explicaciones, se equivoca, porque debe razonar ante la sociedad española, a la que representa, por qué no estuvo presente, más aún cuando acudieron jefes de estado de países más lejanos. Lo contrario no deja de ser un tic absolutista, o bien que la justificación se presume que no será bien recibida.
Esta ausencia también afecta a las relaciones de buena vecindad con Francia. No asistir a un evento tan significativo como la reapertura de Notre Dame representa un desprecio no sólo a Macron, sino también a la sensibilidad popular francesa. Además, se percibe como una carencia de interés hacia una manifestación cultural que simboliza el esfuerzo por reconstruir una de las grandes catedrales de Europa. Este comportamiento resulta inaceptable, especialmente porque no se ha dado ninguna explicación racional. Este silencio da pie a interpretaciones especulativas, como la posibilidad de que los Reyes respondan a una sensibilidad —digámoslo así— propia de la progresía, lo que, sea cierto o no, debilita una institución fundamental del Estado en un momento de profunda crisis institucional y política en España.
Por su parte, la ausencia del Gobierno de España tiene su lógica, dado su conocido antagonismo hacia todo lo relacionado con el cristianismo, ya sea en su dimensión religiosa o cultural. En este contexto, el representante previsto, el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, del partido de Yolanda Díaz, también vinculado a los comunes de Ada Colau, pertenece a una tradición política, la de Iniciativa per Catalunya, que ha mostrado un antagonismo militante hacia el cristianismo, a diferencia, cabe decirlo, de su predecesor político, el PSUC.
Esta situación refleja una preocupante desconexión entre las instituciones españolas y una parte significativa de la ciudadanía que sí reconoce el valor simbólico de Notre Dame. Si la Casa Real buscaba consolidar su prestigio institucional, lo ocurrido ha tenido el efecto contrario, debilitando su imagen. El silencio absolutista de la Zarzuela, con respuestas como «Nunca se dan razones de por qué se acepta o rechaza una invitación», ha generado un daño que podría haberse evitado con una explicación adecuada.
En resumen, tanto la ausencia del Gobierno como la de la Casa Real en un acontecimiento de tal trascendencia evidencian una preocupante carencia de sensibilidad hacia los valores culturales, religiosos y populares que Notre Dame representa. Esta actitud no sólo erosiona la imagen de las instituciones españolas, sino que también plantea serias dudas sobre su capacidad para conectar con una sociedad diversa y con un contexto internacional que exige mayor compromiso.
