La demolición de la escuela concertada, sobre todo la católica, ya ha empezado y continuará acelerándose si no hay una pronta reacción eclesial.
Las causas son diversas y confluyen en un cierre que, en el caso concreto de Cataluña, dispone además de un catalizador: un decreto específico de esta comunidad, que establece la posibilidad de que las escuelas con problema económicos pasen al sector público, a cambio de que los titulares del centro perciban un alquiler, y el departamento de Educación se haga cargo del profesorado como personal interino.
Salvan los puestos de trabajo, y la titularidad, generalmente una congregación religiosa, percibe un ingreso, pero la pérdida es muy importante en el caso católico. Pierden su ideario, desaparece todo atisbo de confesionalidad, incluidas capillas, imágnes, cruces; hasta el nombre es modificado, y queda regido por un nuevo director nombrado por el Departamento, que vela para que toda raíz de la tradición anterior quede cercenada. Nace una escuela laica, y en la práctica esto significa laicista, y desaparece otra con ideario católico.
En el caso concreto de Catalunya, hasta una veintena de centros han pedido acogerse a estas medidas. Uno lo hizo el año pasado y tres más en este curso, y otros cuatro está ya previsto que lo hagan en el próximo. En total más de 3000 alumnos catalanes pasaran a la escuela pública, liquidando en el caso de los padres afectados, el derecho a elegir los centros de acuerdo con sus creencias morales y religiosas, que establece la Constitución.
En concreto tres centros de la congregación de las Hijas de la Caridad de Barcelona, los Colegios Marsillac, Sagrada Familia y Sagrado Corazón, que pasan a convertirse en los Institutos escuela Sicilia, Londres y Aldana, tomando el nombre de la calle en la que se encuentran.
También en Sant Hilari de Sacalm, en Girona, el Colegio Sant Josep, surgido hace 50 años del esfuerzo de un grupo de padres, ha solicitado el paso a la pública a causa de sus dificultades económicas.
Pero este catalizador que estimula los cierres no es, obviamente, su causa. El gran motivo es la discriminación económica que siempre se ha mantenido con la escuela concertada, porque la aportación pública representa una financiación muy inferior al coste real de la plaza, concretamente, y en el caso de Cataluña un 33% menos que el coste de la plaza pública según el Síndic de Greuges (Defensor del Pueblo). De manera que, cubriendo el 32 % de las plazas solo reciben el 21% del presupuesto.
Este desequilibrio estructural se ha cubierto con aportaciones de los padres. Pero la acumulación de crisis económicas, la pasada y la actual, han terminado por mermar esta vía, sobre todo en los centros que cuentan un elevado porcentaje de familias con menores ingresos. También influye la caída de la natalidad y la continuada expansión de los centros públicos, que disputan la matriculación de alumnos en mejores condiciones. La ley Celaà, que hace desaparecer el criterio de la demanda social; es decir, el ejercicio del derecho constitucional de los padres de elegir centro para sus hijos, completará la liquidación a medio plazo. Como lo harán también las mayores dificultades que imponen a las aportaciones familiares.
La reducción de centros católicos es una característica común en toda España, aunque no existan estímulos como el de Cataluña. Desde el 2015 se han cerrado 70 escuelas. Ahora esta dinámica se acelera por la nueva legislación, les situara en mayores aprietos, y también porque condiciona su libertad de ideario al imponer una ideología, la de la perspectiva de género, y una determinada visión de la sexualidad.
El estado, en lugar de ocuparse del fracaso de la enseñanza, pretende formatear a su gusto las mentes de los alumnos. La escuela no puede ser un apéndice ideológico de quienes gobiernan, y en el caso de la pública tampoco constituye un espacio donde se imponga la ideología más allá de los acuerdos fundamentales expresados en la Constitución. No hay más, y además deben ser rectamente explicados, caso de la laicidad, que no puede quedar convertida en un ateísmo del espacio público.
Al final los centros católicos quedarán como una oferta válida solo para aquellos que la puedan pagar, y entonces será acusada, en parte ya sucede, de elitista.
Por qué la escuela concertada y en especial la dotada de más fuerza, la católica, con Congregaciones históricas, jesuitas, escolapios, salesianos y un largo etcétera, y la propia institución eclesial, han asumido aquella situación de discriminación económica década tras década, y no han luchado por un trato justo, por la aplicación de lo que la Constitución garantiza tanto a las familias como específicamente a la Iglesia católica, es una omisión difícil de explicar. Es extraño este haber aceptado que el estado te tenga agarrado del cuello injustamente, y encima, y según y quien gobierne, acusarte de beneficiado porque recibes una subvención, el concierto, que es la aplicación, ideada precisamente por el PSOE de Felipe González, para aplicar, mal que bien, las reglas constitucionales. La comodidad, quizás, de recibir la escuela la ayuda, que después ya completan los padres, su oposición al cheque escolar, que desplazaría el centro de financiación de la escuela a las familias, la debilidad del propio ideario católico en algunas congregaciones dedicadas a la enseñanza, una combinación de razones de mercado, falta de vocaciones, que ha hecho que el religioso profesor sea una rara avis, y también, en algún caso, el efecto de la laicización de algunas de estas congregaciones, ha construido una realidad fuerte en alumnos y edificios, y débil en su misión religiosa.
Se trata, por tanto, de un sujeto institucional débil y un profesorado en condiciones inferiores que el de la pública, y que excepto en casos muy vocacionales, con gusto cambiaría su situación.
En el fondo de todo esto, una renuncia.
Pero lo peor es que ahora ya no se trata de “ir haciendo” sino de que el cierre y desaparición de centros católicos está asegurado a medio plazo, pero a pesar de ello la omisión sigue.
Si existen escuelas católicas que tienen dificultades para continuar porque los padres no pueden contribuir, y estos centros se encuentran en barrios o tienen alimentos de grupos sociales de bajos ingresos, lo lógico es que la caritas eclesial propicie los recursos necesarios. La Iglesia es una y no 51, y el primer paso es la solidaridad entre las propias congregaciones y dentro de la propia congregación, y el segundo la solidaridad eclesial. Todo antes que perder las escuelas.
También existe la opción de que otros responsables del mismo ideario asuman el centro. Pero estas posibilidades raramente se exploran. Se prefiere la seguridad del alquiler a cargo del erario público.