Si los seres humanos fuéramos vegetarianos, el impacto ambiental del sector agroalimentario sería mucho menor y no necesitaríamos “macrogranjas”. Como sería, así mismo, menor si no utilizáramos vehículos de motor de explosión. Por el mismo motivo, deberían estar prohibidas las criptomonedas a causa de su gran consumo de energía que, a diferencia de la carne, tienen como producto final un bien maligno, que solo favorece la especulación y el blanqueo de dinero. Amazon y otras empresas del mismo perfil, que tienen en un extraordinario consumo de energía en internet, deberían penalizarse. También las piscifactorías deberían declararse nocivas, porque son la versión lacustre de la ganadería intensiva, y las fresas de Huelva, y con ellas toda la agricultura super intensiva. Por muy vegano que sea su consumo, incluso el regadío tradicional, por el mal uso del agua que practica, deberían ser restringidos. Podríamos prohibir el cemento Portland, y sustituirlo por otros tipos a partir de materiales reciclados de la basura incinerada… si llegásemos a controlar en todos los casos el exceso de metales pesados en su composición.
Si solo fueran posibles los alimentos de proximidad, todas nuestras ciudades tal y como están concebidas, pasarían hambre.
La lista de lo que se puede hacer teóricamente para reducir el impacto humano sobre el medio ambiente es casi inacabable. Pero una cosa es enunciarlo y otra muy distinta mostrar que sea posible, porque en unos casos significa entrar en un estado policial, en otros liquidar la economía de mercado y sustituirla por una economía planificada imperativa, y más allá, porque sus costes sociales y económicos resultarían abrumadores y causarían fuertes desigualdades.
En definitiva, lo que quiero subrayar con todo esto es que nos encontramos ante un problema complejo que, como todos los de este palo, es de naturaleza primero moral y después técnica y científica. La política sería la responsable de articular y encajar ambas exigencias, definiendo objetivos, concretando como lograrlos, generando un debate racional sobre cómo recuperar los equilibrios perdidos de nuestro medio natural, para evitar que nos acabe destruyendo, o al menos ocasionando un daño terrible.
Es en este contexto donde hay que situar las posiciones públicas del ministro Garzón sobre la carne y la ganadería intensiva, y de quienes le apoyan o vituperan desde el ámbito político. El resultado de esta contextualización es deprimente por peligroso, porque muestra que nuestros políticos carecen de capacidad para afrontar las grandes crisis que sufrimos. Lo decía con estas palabras Daniel Innerarity “las crisis las producimos con unas prácticas y unas instituciones, que a su vez deben resolverlas. El problema radica en que los mismos quienes las originan son los responsables de resolverlas”. Es una definición exacta de la situación en la cual vivimos.
Pero centrémonos en uno solo de los problemas apuntados, el de la carne.
La ganadería intensiva: unas nociones
Hay que empezar por decir que las macrogranjas no existen. Lo que existe es la división entre ganadería intensiva y extensiva, y la primera, como toda actividad económica, tiende a aumentar en dimensión para reducir los costes. Y los resultados están a la vista. En euros constantes los precios de la carne son prácticamente equivalentes a los que existían en 1980, y esto es consecuencia de la ganancia en productividad de las explotaciones ganaderas. Las intensivas generan en España, entre el 80% y el 90% del producto final ganadero. La cifra da una idea clara de su importancia.
La intensificación de la producción ganadera a través del engorde en granjas, sean de porcino, aves de corral o vacuno, ha sido una causa determinante de que en el transcurso de los últimos 60 años, el gasto familiar en alimentación se haya reducido del 50% al 14%. Medio siglo atrás, la mitad de los ingresos de toda una familia estaban comprometidos por su alimentación. En la actualidad el 86% puede dedicarse a fines distintos a aquella, lo que permite a las familias viajar, realizar vacaciones, comprar electrodomésticos, gastar más en ropa, etc. En otros términos, la ganadería intensiva es la que ha hecho posible en gran medida, un efecto multiplicador sobre la demanda de otros productos. Al mismo tiempo, ocupa el 12% del sector agroalimentario, fija población a nivel rural, y genera una cadena de producción de valor añadido. Está en el centro de una demanda, “hacia atrás” y “hacia adelante”, que sin ella desaparecería.
Es un gran agente exportador y en parte salvó los muebles en 2020, el año de la Covid, cuando las exportaciones generales cayeron un 10,4%, mientras que las agroalimentarias se incrementaron un 4,4%. Y puesto que hemos referido el año Covid, cabe recordar que, a pesar de los confinamientos y limitaciones, en ningún momento se produjo un problema de aprovisionamiento, porque la producción de carne funcionó a pleno rendimiento.
Con carácter global, hay que subrayar que en los años 60 del siglo pasado, la población que presentaba déficit alimentario era del orden del 50% y hoy es solo del 11%. Y ese déficit alimentario se concentraba mucho en los aminoácidos esenciales que proporciona la proteína animal y que no puede producir el ser humano; en otros términos, ha sido la ganadería intensiva la que ha permitido una humanidad mucho mejor alimentada.
La primera conclusión es evidente. Poca broma con la ganadería intensiva porque, por lo que he narrado en términos muy resumidos, su papel es central y estratégico en la alimentación, en la capacidad de consumo de las familias y, por tanto, en el funcionamiento general de la economía, y en la alimentación mundial de proteína de calidad.
Al mismo tiempo presenta importantes inconvenientes bien conocidos, que en parte están bien corregidos por la legislación existente, y en parte no. Por ejemplo, el control que ejerce la sanidad animal mediante los veterinarios presenta un nivel muy elevado de eficacia. Pero quedan lagunas importantes como el uso de antibióticos en ganado, o su estrés por las condiciones de producción.
También el impacto contaminante es importante, como el caso de los purines en zonas de elevada densidad de granjas de cerdos. Pero es obvio que, en el mundo real, y no en el universo Mátrix, si queremos seguir comiendo carne sin arruinarnos en el intento, lo que hace falta es regular mejor la ganadería intensiva, facilitarle recursos para que sea más sostenible y menos estresante para los animales, cuestión perfectamente al alcance, y que los fondos europeos deberían hacer posible.
Si el gobierno de Sánchez y el ministro Garzón, abordaran las cuestiones con rigor y honestidad intelectual, todo este falso debate no se habría producido, y en su lugar una pequeña parte de los fondos europeos se habrían dirigido a mejorar la ganadería. También la extensiva, introduciendo la certificación de sus productos en origen, su trazabilidad, o su uso generalizado y bien controlado en el pastoreo en los bosques.
Tenemos un gobierno que habla más de la cuenta y practica respuestas simples a problemas complejos y esto además de ser populismo, nos conduce al fracaso y malgasto a pocos años vista.
Si solo fueran posibles los alimentos de proximidad, todas nuestras ciudades tal y como están concebidas, pasarían hambre. Share on XArtículo publicado en La Vanguardia