En la campaña presidencial que llevó a Bill Clinton a la Casa Blanca, una frase se convirtió en emblema:
“¡Es la economía, estúpido!”
Era un grito de realidad contra un presidente saliente, George H. W. Bush, desconectado del malestar económico que vivían millones de estadounidenses. Clinton tenía razón… y ganó.
Hoy, en España, el problema es otro. No es —o no solo— la economía. Es algo más profundo, más estructural, más grave. Vivimos una crisis de sentido moral, una bancarrota ética que impregna la educación, la política, los medios y hasta nuestras relaciones cotidianas.
Sí, el PSOE exhibe su ya clásica combinación de escándalos económicos, redes clientelares, desdén institucional y cinismo moral. Y sí, Pedro Sánchez gobierna como si todo fuera una cuestión de relato, aunque los hechos digan otra cosa. Pero la raíz de la crisis no está únicamente en un partido ni en un líder. Está en la desaparición de las condiciones culturales que hacen posible la virtud.
Por eso, con el mismo tono urgente de aquel asesor demócrata, hay que decirlo claro:
¡Es la virtud, estúpidos!
No una virtud genérica ni sentimental, sino aquella que fue pensada y practicada por siglos: la virtud como excelencia moral, como hábito que nos perfecciona como seres humanos, como disposición firme a hacer el bien con libertad y conocimiento.
Aquí es donde entra en juego Alasdair MacIntyre, filósofo escocés que en After Virtue (1981) dejó uno de los diagnósticos más certeros sobre la crisis moral de Occidente. MacIntyre sostiene que hemos heredado fragmentos de lenguajes éticos del pasado, pero los hemos vaciado de contenido y contexto. Repetimos palabras como “justicia”, “derechos” o “libertad”, pero ya no sabemos de qué hablamos. El resultado: un debate público moralmente incoherente, gobernado por emociones, intereses y eslóganes.
Como escribe MacIntyre:
“Lo que tenemos son fragmentos de un esquema conceptual, partes que han sobrevivido a la estructura dentro de la cual tenían sentido.” (Tras la Virtud)
En otras palabras, hemos perdido la tradición moral que daba sentido a las virtudes, y con ella, la posibilidad de exigirlas. Y sin virtud, la política —que debería ser la práctica que organiza la vida común en torno al bien— degenera en mera lucha por el poder, o en gestión tecnocrática vacía.
MacIntyre explica que las virtudes solo pueden florecer dentro de prácticas sociales con bienes internos, es decir, actividades humanas estructuradas (como la medicina, la educación, la justicia, el gobierno) que exigen excelencia, disciplina, formación de carácter y participación en una tradición viva. Las virtudes no son opcionales: son necesarias para que esas prácticas no se corrompan.
Cuando esas prácticas se subordinan a bienes externos —dinero, poder, fama, utilidad—, la virtud muere y el sistema se degrada. ¿Te suena?
Nuestros políticos ya no actúan como servidores del bien común, sino como administradores del interés partidista. Nuestros estudiantes no estudian para saber, sino para obtener títulos. Nuestros jueces no juzgan para hacer justicia, sino para mantener equilibrios políticos. La práctica ha sido desplazada por el oportunismo.
Y así, la corrupción no es una anomalía: es el resultado natural de haber destruido las condiciones para que la virtud florezca.
Lo más preocupante, señala MacIntyre, es que en la modernidad ya no compartimos un telos humano, un fin común hacia el cual orientar nuestras acciones. Hemos convertido la vida en una suma de proyectos individuales sin coordenadas morales compartidas. Por eso, nuestras sociedades ya no saben formar el carácter, ni transmitir virtudes, ni sostener prácticas morales exigentes. Como diría el propio MacIntyre, “hemos perdido el sentido de lo que significa ser un ser humano integral”.
Y lo que hemos ganado a cambio es esta civilización fragmentada, cínica, en la que cada uno va a lo suyo y el sistema premia al más listo, no al más virtuoso.
Frente a esto, MacIntyre no propone una solución técnica ni legislativa. Su propuesta es profundamente contracultural: reconstruir comunidades morales, pequeñas pero consistentes, que vivan según una tradición ética fuerte, capaces de sostener prácticas virtuosas en un mundo hostil a ellas. Es una llamada a la reconstrucción desde abajo: desde las familias, las escuelas, las parroquias, las cooperativas, los pequeños círculos de excelencia. Donde la virtud no sea una palabra hueca, sino una exigencia concreta.
Por eso insisto:
¡Es la virtud, estúpidos!
No la ideología. No la identidad. No el relato.
La virtud: esa disposición firme a elegir el bien aunque cueste, a resistir el cinismo, a buscar la excelencia moral, incluso cuando nadie lo exige.
Solo recuperando una cultura de la virtud —como carácter, como práctica, como comunidad— podremos salir del atolladero en que estamos. No hay otra vía. Ni más corta, ni más fácil.
En la campaña presidencial que llevó a Bill Clinton a la Casa Blanca, una frase se convirtió en emblema: “¡Es la economía, estúpido!” Compartir en X