El día en que el Estado se juzgó a sí mismo

Ayer empezó en el Tribunal Supremo un juicio que, de no ser real, parecería escrito por Valle-Inclán. El Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, se sentaba en el banquillo de los acusados. Y lo hacía sin haber dimitido, sin ni siquiera hacer el gesto de apartarse, como si todo esto fuera un simple trámite administrativo, un rifirrafe entre compañeros. El caso es tan inédito que no tiene precedentes en Occidente: nunca un fiscal general había sido juzgado en activo, con la toga todavía caliente de su despacho.

García Ortiz está acusado de revelación de secretos por la presunta filtración de un correo electrónico vinculado al caso de fraude fiscal de Alberto González Amador, pareja de la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso. Según la acusación, el Fiscal General habría facilitado a la prensa -en concreto a la Cadena SER- un correo en el que la defensa de González Amador expresaba su voluntad de pactar: ​​reconocía dos delitos fiscales a cambio de una reducción de condena. La maniobra, de ser cierta, sería propia de una novela policíaca, pero con actores de toga y sueldo público.

Es más: se dice que García Ortiz habría presionado a sus subordinados para que consiguieran el correo y se aseguraran de que llegara a los medios. Y como remate, la Guardia Civil constató que el acusado borró mensajes de sus dispositivos, un detalle que, en cualquier otro ciudadano, sería prueba de manual de obstrucción a la justicia.

Las penas solicitadas son entre 4 y 6 años de cárcel y hasta 12 de inhabilitación. Pero la Fiscalía y la Abogacía del Estado —es decir, dos ramas que dependen del mismo gobierno que le mantiene en el cargo— piden su absolución, argumentando que todo ello “entra dentro de sus competencias”. Quizás también entraba como editor de filtraciones.

Un juicio donde todo está al revés

En la sala del Supremo, la imagen roza el absurdo: el acusado se sienta entre los fiscales, que actúan como defensores de su superior jerárquico. La Abogacía del Estado, que por naturaleza debería representar el interés público, es quien lo defiende oficialmente. Dos abogados del Estado -Consuelo Castro e Iñaki Ocio- hacen de escudo del acusado. Los fiscales Ángeles Sánchez Conde y Javier Montero piden la absolución. Mientras, los únicos que acusan son el colegio de abogados de Madrid y las acusaciones particulares.

El resultado: fiscales contra fiscales, abogados del Estado contra fiscales, y un presidente del tribunal obligado a recordar a los presentes que la sala no es una tertulia de la tele de unos contra otros. El debate ha llegado a tal punto que los fiscales se descalifican mutuamente y se pelean por defender o condenar a su jefe. Si esta escena fuera teatral, el título sería “Los servidores del Estado contra el propio Estado”.

El juicio se alargará hasta el 13 de noviembre, con una cuarentena de testigos, periodistas incluidos. El destino del Fiscal General -y con él, algo del prestigio institucional que aún restaba- podría decidirse antes de Navidad. Pero sea cual sea el veredicto, el daño está ya hecho: el deterioro de las instituciones españolas ha llegado a una fase de parodia. ¿Quién puede creer en ellas?

Cuando el poder ya no tiene freno

En cualquier país con una mínima cultura institucional, un fiscal general procesado habría dimitido el primer día. Pero en España ocurre lo contrario: no solo sigue en el cargo, sino que el gobierno lo defiende con entusiasmo militante. Su permanencia no es una anécdota, sino un síntoma. Forma parte de un proceso más amplio, en el que Pedro Sánchez ha ido subordinando, una a una, todas las instancias de poder.

Sánchez se basa en el principio de que ellos nunca dimiten porque todo lo hacen bien, ni convocan elecciones porque no está claro que las ganaran, mientras que los opositores siempre deben dimitir y hacer elecciones. Es una asimetría de juicio moral insoportable por empalagosa.

El presidente, que algún día teóricamente dejará el cargo, ha conseguido que todo gire a su alrededor: controla la Mesa del Congreso, mantiene un conflicto abierto con el Senado, que tilda de «circo», ha colonizado la Fiscalía General y convertido al Tribunal Constitucional en un anexo político. Si no controla una institución, entra en guerra. El resultado es siempre el mismo: sumisión o cotejo.

Además, su influencia se extiende a los medios públicos -RTVE, RNE e incluso la agencia EFE, hoy convertidas en instrumentos de partido- y a buena parte de las empresas públicas. Su apetencia se extiende a las privadas: el caso de Telefónica, donde el gobierno ha forzado la presidencia de Marc Murtra, militante afín, es un ejemplo de manual.

Un país convertido en un conflicto

Lo que ocurre con García Ortiz es solo el síntoma visible de un Estado agotado, donde las instituciones se pisan entre ellas y la jerarquía se confunde con la lealtad personal. El fiscal general va a juicio mientras sus subordinados le apoyan; los fiscales se descalifican entre sí, y algunos, los nombrados fiscales progresistas, montan un “numerito” aplaudiendo a un acusado por el supremo. ¿Quién puede confiar en el cuerpo fiscal?

Cada conflicto que Sánchez abre -con jueces, con el Senado, con la prensa, con la propia Fiscalía- erosiona algo más la credibilidad del Estado. Es un deterioro lento, pero constante.

No se ve en una cifra del PIB, sino en el cansancio colectivo: en la sensación de que nada ya funciona según las reglas, sino según la voluntad del poder de turno. Sin un poder moderador, porque en la práctica el jefe del Estado no existe, el riesgo ahora ya es abrumador, es avanzar hacia un estado de la anomía donde nada funcione y todo vaya cayendo a pedazos ante la desafección generalizada. ¿Y todo esto cómo termina?

Fiscales contra fiscales, abogados del Estado contra el Estado. Una tragicomedia institucional. #Supremo #CrisisInstitucional #FiscalGeneral Compartir en X

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