Jordi Pujol: el arquitecto de un país que todavía no hemos acabado de entender (I)

Hay figuras políticas que, con el paso de los años, se hacen pequeñas; y hay quienes, por el contrario, crecen a medida que nos alejamos de su tiempo. Jordi Pujol pertenece, sin sombra de duda, a esta segunda categoría.

Quizás porque su mandato no fue sólo una etapa de gobierno, sino una verdadera operación de reconstrucción nacional. Quizás porque, detrás, había un proyecto coherente, persistente, estructurado. O quizás porque, en un país acostumbrado a la volatilidad política, sorprende reencontrar a alguien que gobernó con la duración, la intensidad y la profundidad propias de una obra de ingeniería institucional.

En estos meses en los que su nombre vuelve a planear sobre la actualidad debido al juicio que afecta a su familia —un episodio breve, pero suficiente para que algunos se crean autorizados a revisar su memoria con lupa selectiva—, conviene volver a mirar lo esencial. Y lo esencial es que Pujol es el artífice práctico de la Cataluña autonómica. El que transforma una incipiente autonomía, casi administrativa, en una estructura de gobierno plenamente operativa. El que toma un país con déficits de estructuras y lo deja con una red institucional comparable a la de las democracias maduras.

Cuando en 1980 accede a la presidencia de la Generalitat, el país está todavía en construcción. Hay ganas, hay memoria histórica, hay ilusión democrática… pero no hay más. Las competencias llegan con cuentagotas, la función pública es rudimentaria, los servicios sociales son fragmentarios y la lengua catalana -a pesar de la efervescencia de la Transición- no tiene todavía un marco estable de protección y promoción.

Es en este terreno baldío donde Pujol despliega su gran obra: la institucionalización.

La Generalitat como obra colectiva (y personal)

Sobre este fundamento, su acción de gobierno comienza por el principio: hacer que la Generalitat exista en serio. No como un símbolo, no como una idea romántica, sino como un gobierno funcional, con leyes propias, organismos propios, funcionarios formados, objetivos mensurables. La administración catalana, tal y como hoy la conocemos, nace durante estas décadas.

La creación de la función pública catalana, la codificación del derecho civil, el impulso a los Mossos d’Esquadra, las estructuras de Bienestar Social, el Servicio Catalán de la Salud, la Red de Hospitales de Utilización Pública, la política activa de investigación e innovación con organismos como el IRTA del Departamento de Agricultura, la Policía Autonómica, el Cuerpo de Agentes Rurales, la promoción industrial a través del CIDEM, la profesionalización de las cajas y la regulación financiera: todo esto son muestras de su legado. Es un mapa institucional que, si se analiza fríamente, revela una sorprendente capacidad de visión estructural.

Y al mérito institucional hay que sumarle el mérito pedagógico. Pujol hace política con la palabra, con la insistencia, con la convicción moral. Por eso algunos le llamaban “mossèn Pujol”, pero también por eso creó una cultura política que, durante décadas, fue compartida por una mayoría transversal del país. Pujol da cohesión a un país que pudo fracturarse por la importancia del hecho inmigratorio procedente de otros lugares de España, pero que de inicio desconocen que Cataluña tenía una lengua, una cultura y un derecho civil propio.

El momento fundacional: el 23-F

Un episodio, a menudo recordado, pero poco analizado, marca el punto de inflexión de su liderazgo: el 23 de febrero de 1981. Mientras el Congreso es asaltado y el país entra en pánico, Jordi Pujol es la única autoridad política de España que sale inmediatamente a dar la cara. Ni duda ni se esconde. Comparece a radios y televisiones para defender la democracia y transmitir serenidad. Ese gesto, instintivo, casi físico, es un preludio del liderazgo que desempeñará después: un liderazgo de estadista.

Catalunya, un sol poble

Este es probablemente su legado doctrinal más profundo. Pujol entiende que el principal reto de la Cataluña de finales del siglo XX no es solo recuperar instituciones, sino construir cohesión. Integrar. Hacer que cientos de miles de catalanes venidos de otros lugares no sean espectadores, sino partícipes de un proyecto de país.

Su fórmula -Catalunya, un sol poble- no es un eslogan; es una política. Y es una política que funciona. Oficinas de servicios sociales en los barrios de inmigración, una televisión pública que proyecta una lengua accesible y moderna, un sistema educativo que integra en catalán a todo el mundo, una apuesta por reducir fronteras internas. Pujol lo explica a menudo: «Hay que avanzar menos para avanzar todos». Es decir, un país cohesionado antes que un país fracturado, pero identitariamente puro.

Modernización, Europa y proyección exterior

Pujol no era solo un administrador eficiente; era un estratega. Entiende pronto que Cataluña debe competir en un mundo global. Por eso se avanza al Estado en la proyección exterior, en la búsqueda de inversiones, en la internacionalización del país. Viaja, abre puertas, presenta a Cataluña como una región europea moderna, competitiva, culturalmente rica y fiable administrativamente.

Su europeísmo no era de postal: era funcional. Veía a la Unión Europea como una arquitectura que podía ayudar a Cataluña a superar la rigidez del Estado-nación español. Y trabajó para que Cataluña estuviera presente, activa y reconocida en ámbitos internacionales.

La relación con España: entre la cooperación y el límite

Hacia fuera, Pujol siempre buscó colaboración con los gobiernos españoles. Fue decisivo para garantizar gobiernos estables tanto del PSOE como del PP. Pero esa cooperación tenía condiciones: el respeto institucional, el avance del autogobierno y la defensa del hecho diferencial catalán.

Sin embargo, con el tiempo se convenció de que España no acababa de aceptar plenamente la realidad nacional catalana. De ahí sus advertencias —a menudo ignoradas— sobre la necesidad de reformar el modelo territorial.

El juicio y la memoria

Es en este contexto que sorprende, o quizás no tanto, que el actual juicio que afecta a su familia sirva a algunos para intentar borrar en meses lo que se construyó en décadas. Pero, curiosamente, el efecto es contrario: este episodio judicial —sea cual sea su resultado— ha provocado que muchos vuelvan a mirar, con mayor perspectiva, la obra inmensa de Pujol.

La historia es tozuda. La política es ruido. El legado, en cambio, permanece.

Conclusión

Pujol deja a un país que no se entendería sin él: más articulado, más cohesionado, más europeo, más consciente de sí mismo. Y, en un momento en que la política se mueve en ciclos cortos, cabe recordar que un país solo se construye con constancia, estructura y sentido de dirección. El problema grande es que ese legado por incuria de los que han venido después, más la presión de un nuevo alud inmigratorio, empieza a caer a trozos. Un símbolo lo explica bastante bien. El PIB de Madrid pesa ya más que el catalán en el conjunto español.

El autogobierno actual tiene muchas manos; pero el arquitecto principal tiene nombre y apellidos #JordiPujol Compartir en X

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