Jeffrey Epstein: sexo, poder y miseria humana

Por casualidad (o no), esta semana he visto el séptimo y último capítulo de la imprescindible serie “The good fight” (dignísima continuadora de “The good wife”) y la miniserie documental de Netflix sobre Jeffrey Epstein. A la vez, en las redes han resurgido los activistas de Anonymous denunciando la vinculación del presidente Trump con la red de pederastia y prostitución que organizó Epstein y publicitando de nuevo su agenda de contactos (el “libro negro”).

Una historia truculenta de sexo, dinero, poder, famosos, abuso de menores, narcisismo, impunidad, corrupción y toneladas de miseria humana. En realidad,  el documental de Netflix podría ser la base de un guión para una serie de ficción, si no fuera porque todo lo que cuenta es real.

Como digo, el capítulo de “The good fight” que cierra la temporada (tuvieron que interrumpir la grabación por culpa de la pandemia) también aborda el asunto Epstein desde una curiosa perspectiva que mezcla lo real y lo ficticio, con ecos de Ciudadano Kane (hay un vínculo clarísimo entre el misterioso “BUD” y la “ROSEBUD” de Welles, que no desvelaré para no aguar la fiesta a los que no lo han visto).

La cuarta temporada de la serie gira en torno a un extraño y peculiar “Informe 618”, una especie de salvoconducto para poderosos que les permitiría soslayar (o minimizar) el peso de la justicia norteamericana. Se non è vero è ben trovato.

Ese mismo informe habría permitido organizar el supuesto suicidio de Jeffrey Epstein en el Metropolitan Correctional Center de Nueva York para cubrir de lodo la red en la que estaría implicado presuntamente desde un príncipe británico hasta el presidente del país más poderoso del mundo, si el racismo y la pandemia lo permiten.

No voy a dar más detalles ni de la serie ni la del documental. No hay spoilers. Recomiendo insistentemente su visionado. Pero quiero detenerme en un detalle no menor de la historia. Mejor dicho, en un nombre. Ghislaine Maxwell. La “novia” oficial de Epstein durante mucho tiempo. La que participaba de sus orgías con menores, de sus sesiones de masaje, de sus fiestas con multimillonarios, la que organizaba su satánica agenda de pederasta y reclutador de jóvenes sin demasiados recursos y familias desestructuradas a las que marcó trágicamente para siempre.

Porque Epstein era un narcisista de manual. Manipulador, tóxico, con una personalidad claramente psicopática. ¿Pero cómo pudo convencer a Ghislaine, una mujer de la alta aristocracia europea, para participar en esa vida criminal que destrozó la vida a tantas otras mujeres?

Ghislaine es (se supone que vive, aunque está en paradero desconocido y se mantiene aislada del mundo, y no ha sido perseguida judicialmente hasta ahora), ni más ni menos que una de los nueve hijos de Robert  y Elisabeth Maxwell. Maxwell, enemigo número uno de Rupert Murdoch (que le robó “News of the World”).

Maxwell, nacido Ján Ludvik Hoch, en una región de Eslovaquia que hoy pertenece a Ucrania. Hijo de una familia judía muy modesta, escapó de su país huyendo de los nazis y de la pobreza y se instaló en Gran Bretaña. Se alistó en la infantería británica y ascendió hasta el grado de capitán durante la Segunda Guerra Mundial. Al finalizar la contienda cambió de nombre y empezó una carrera meteórica hasta convertirse en uno de los hombres más poderosos del planeta.

Empresario, magnate de la comunicación, político (diputado laborista en la Cámara de los Comunes desde 1964 hasta 1970), propietario del grupo editorial Mirror (editor del Daily Mirror que utilizó como instrumento de propaganda), de clubes de fútbol, y tal vez presunto agente del Mossad israelí. Su imperio se derrumbó por una gestión desastrosa y, agobiado por las deudas, parece que se suicidó ahogándose en las Islas Canarias, al caer misteriosamente desde su yate (bautizado “Lady Ghislaine”) al agua. En realidad, era un gran estafador.

Hay teorías conspiratorias que defienden que fue el propio Mossad quien lo drogó y lo lanzó al mar.

Así pues, unas cuantas cosas en común con Charles Foster Kane, como hábilmente se encargó de novelar Alberto Vázquez-Figueroa en “Ciudadano Max” (1992).

Las razones por las que su hija Ghislaine, nacida en Francia en 1961, cuya madre fundó una organización contra el Holocausto, acabó emparejada en Estados Unidos (tras la muerte de su padre) con un tipo con muchas similitudes (especialmente los rasgos psicopáticos) con su padre, y que murió también en extrañas circunstancias, se las dejamos a los psicoanalistas. Pero ella, con sus contactos internacionales, fue la responsable de la creación de la red de conexiones de Epstein con el príncipe Eduardo, Bill Clinton, Naomi Campbell y por supuesto Donald Trump y su mujer Ivanka. Y nadie sabe dónde está ni de momento ha respondido de sus presuntos crímenes.

Orson Welles hubiera disfrutado con esta historia de ciudadanos “Kane” clónicos, como Robert Maxwell o Jeffrey Epstein. Ghislaine fue un engranaje más, una pieza clave,  de este pavoroso relato de misterio, sexo, poder y miseria humana.

En cuanto al vínculo entre “Rosebud” y “Bud”, la respuesta, en Movistar.

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