La política española tiene características profundamente perversas, consecuencia de la partitocracia y de la idolatría de los partidos hacia sí mismos. Uno de los resultados más nocivos es la tendencia a recompensar a aquellos que, a pesar de haber tenido una gestión desastrosa, resultan útiles para el poder.
Dos casos recientes ilustran claramente este fenómeno:
El primero es el de Salvador Illa, actual presidente de la Generalitat de Cataluña, quien fue ministro de Sanidad durante la crisis de la COVID-19 en 2020. Su gestión, a la luz de los resultados y del desarrollo de los hechos, fue catastrófica. Según datos del prestigioso Our World in Data, el número de muertes en España fue superior al de Italia, aunque este último país fue el primer epicentro europeo de la pandemia y España tuvo algo de tiempo para reaccionar. Sin embargo, el gobierno de Illa falló a la hora de adoptar medidas tempranas, mostrando una visión limitada y una falta de coordinación alarmante. Mientras algunas comunidades autónomas tenían las UCI saturadas, otras contaban con plazas vacías. Francia, por ejemplo, movilizó trenes medicalizados para trasladar a enfermos de regiones colapsadas a otras con capacidad, pero en España no se implementaron acciones similares.
El balance de la gestión española de la pandemia nunca se realizó de forma adecuada. No hubo ni un Libro Blanco ni una comisión independiente que evaluara los aciertos y errores. La oposición, encabezada por el Partido Popular, tampoco mostró interés en profundizar en la cuestión, lo que llevó a un pacto tácito de “aquí paz y después gloria”. El resultado fue que Salvador Illa, pese a su mala gestión, fue promovido como el candidato estrella de Pedro Sánchez en Catalunya y ocupa ahora la presidencia de la Generalitat.
Otro caso similar es el de Teresa Ribera, actual vicepresidenta del Govern y futura vicepresidenta de la Comisión Europea. Ribera, con cargo a competencias clave relacionadas con la reciente catástrofe de Valencia, ha evitado asumir responsabilidades bajo el amparo del partidismo. Su nombramiento en la Comisión Europea, impulsado por el hecho de que España es uno de los pocos países de la UE que todavía cuenta con un gobierno socialista, demuestra cómo la política de premiar la lealtad al partido está por encima de la rendición de cuentas.
En el caso de la tragedia valenciana, el presidente regional, Carlos Mazón, tiene una responsabilidad evidente por la demora en emitir las alertas y tomar medidas preventivas. Sin embargo, también existe una parte de la responsabilidad que recae sobre el ministerio de Ribera, especialmente en lo que se refiere a la recepción y gestión de alertas hidrográficas. La falta de coordinación entre las diversas administraciones y la carencia de infraestructuras para canalizar y drenar el agua contribuyeron de forma decisiva a la magnitud del desastre.
Desde hace seis años, Ribera dirige un ministerio que debería haber impulsado obras clave como el nuevo curso de Pozalet o la conducción cerrada de Aldaia, entre otros. Estas obras, planificadas desde hace tiempo, podrían haber mitigado significativamente los efectos de las lluvias torrenciales que provocaron el desastre. Sin embargo, según documentación oficial, el ministerio no las pujó por «falta de recursos presupuestarios». Paradójicamente, ese mismo año el ministerio gastó más dinero en publicidad que lo que costaría ejecutar estas obras esenciales.
En el reciente debate en el Congreso de los Diputados, Ribera intentó culpar al expresidente Mariano Rajoy de no haber realizado estas obras durante su mandato, obviando que ella misma ha tenido más tiempo para llevarlas a cabo y que incluso había trabajado en el área de responsabilidad relacionada durante el gobierno de Rodríguez Zapatero. Ribera conocía perfectamente la magnitud del problema, pero no hizo nada por solucionarlo, y la falta de acción contribuyó de forma crucial a la tragedia.
Así es como, en la política española, la falta de rendición de cuentas y la lealtad partidista siguen asegurando ascensos y poder a quienes, en circunstancias normales, deberían responder por su ineficacia.
Claro, y esto es un apunte final, que nada de esto sería posible si existiera una sociedad civil responsable y activa que interviniera de manera organizada en la vida pública.
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