Cuando la Generalitat se hace sucursal: el caso del Premio Blanquerna y el sometimiento a Madrid

En los tiempos clásicos de la política catalana, había una línea roja que nadie se atrevía a traspasar: la de la dependencia orgánica. La idea de que las decisiones de los partidos catalanes debían estar arraigadas en Cataluña era casi un dogma compartido, tanto por quienes defendían el autogobierno como por quienes lo ejercían.

Ese espíritu permitió, durante unos años, la ficción de un partido socialista catalán con voz propia: el PSC-PSOE, que mantenía a un grupo parlamentario independiente en Madrid. Pero esa autonomía duró poco. La realidad impuso su lógica, y el PSC acabó convertido en una mera federación del PSOE, sin voz propia ni capacidad de decisión.

Esta subordinación, que en la derecha española nunca ha sido motivo de debate -el Partido Popular y su antecesora, Alianza Popular, siempre han aceptado su condición de delegación centralista-, toma hoy un especial relieve en el terreno institucional. Porque si la autonomía orgánica era importante para los partidos, lo es aún más para el órgano que encarna el propio autogobierno: la Generalitat de Catalunya.

El mandato actual, presidido por Salvador Illa, marca una inflexión histórica.

Por primera vez desde el restablecimiento democrático, la Generalitat está en manos exclusivas de una fuerza política que no depende solo de los votantes catalanes, sino de una estructura estatal con sede en Madrid. Ni Maragall de la primera década del siglo XXI, ni Montilla que le sucedió —ambos en gobiernos de coalición con Esquerra e Iniciativa— llegaron a esta situación. Por aquel entonces, el tripartito matizaba la dependencia y, a menudo, mantenía distancia con la Moncloa. Maragall, de hecho, protagonizó fricciones notorias con Zapatero por el Estatut. Esa independencia ha desaparecido completamente.

Con Illa, la Generalitat se ha convertido en una extensión administrativa de Ferraz. El actual presidente es un hombre de la más estrecha confianza de Pedro Sánchez –una pieza clave de su engranaje político– y su acción de gobierno refleja, punto por punto, las prioridades del gobierno central. No existen disonancias, ni siquiera en aquellos ámbitos en los que tradicionalmente Cataluña había marcado perfil propio. La autonomía política ha dejado paso a la subordinación orgánica.

El caso Blanquerna: un gesto revelador

El episodio más reciente y significativo de esta deriva es la concesión del Premio Blanquerna -recuperado por la Generalitat después de años de olvido- al director del Instituto Cervantes, Luis García Montero. En apariencia, un reconocimiento cultural. En realidad, un gesto político de fuerte simbolismo.

El contexto no puede ser más elocuente: García Montero, poeta y escritor, es una de las figuras más cercanas al presidente Sánchez y uno de sus principales operadores en el campo de la cultura y la lengua. Desde su cargo en el Cervantes, organismo que depende directamente del Ministerio de Asuntos Exteriores, mantiene un pulso abierto con el director de la Real Academia Española (RAE), Santiago Muñoz Machado. El conflicto, lejos de ser anecdótico, revela una pugna por el control de la política lingüística española: el Cervantes, como instrumento de proyección exterior, quiere convertirse en el centro de poder cultural, mientras la RAE defiende su autonomía y su papel como garante de la norma lingüística.

La tensión estalló públicamente cuando García Montero acusó a Muñoz Machado de falta de formación filológica y de dedicarse demasiado a su despacho de abogados, con clientes millonarios. Las acusaciones sorprendieron por su agresivo tono y por la naturaleza institucional del emisor: un organismo que, teóricamente, debería fomentar la cooperación cultural entre las lenguas de España. La disputa se reactivó durante el Décimo Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en Arequipa (Perú), donde Montero insistió en su ofensiva, generando incomodidad entre los asistentes.

La finalidad de todo ello parece clara: condicionar el relevo en la dirección de la RAE, que deberá producirse en diciembre de 2026, y garantizar que el sucesor sea alguien más afín al poder político. La independencia de la institución académica molesta en ciertos despachos de la Moncloa, y el actual director del Cervantes actúa como peón de esa estrategia. No es ningún secreto que García Montero es un hombre del presidente, situado al frente de un instrumento cultural del Estado por ello.

La Generalitat en el bando de la Moncloa

Es en este contexto que el gobierno de Illa ha decidido otorgarle el Premio Blanquerna. El galardón, creado en tiempos de Jordi Pujol para reconocer a personalidades que contribuyen al conocimiento y la proyección de Cataluña, se otorga a Madrid. En su «nueva versión», después de su suspensión durante la fase del Procés, ha pasado de ser un símbolo de afirmación cultural catalana a un acto de fidelidad política. El jurado que le ha concedido estaba presidido por el consejero de la Presidencia, Albert Dalmau, lo que elimina cualquier apariencia de independencia.

La decisión no es neutra: situarse junto al Cervantes —y, por tanto, del gobierno central— en plena batalla entre instituciones culturales españolas, significa renunciar al papel de independencia que debería tener el gobierno de Cataluña. La Generalitat, en lugar de preservar su neutralidad institucional, se ha alineado con el bando gubernamental, actuando como una «sucursal» política en la guerra cultural de Madrid.

Este alineamiento tiene sus consecuencias más allá del gesto simbólico. Representa la pérdida de la Generalidad como espacio de representación de los intereses propios de Cataluña y su transformación en una extensión operativa del gobierno español. No es una anécdota, sino una mutación de fondo: el autogobierno dejando paso a la delegación.

Y eso, mientras Illa gobierna con tan solo 43 diputados, gracias a la complicidad de Esquerra Republicana, que con su apoyo ha hecho posible esta “anomalía democrática”. La dependencia política y la falta de proyecto propio convierten a la Generalitat en lo que nunca debería haber sido: una sucursal y oficina periférica de la Moncloa.

En plena guerra entre el Cervantes y la RAE, la Generalitat elige bando: el de Sánchez. #Cultura #IndependenciaInstitucional Compartir en X

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