Después de tantos años convulsos, es bastante evidente que las relaciones entre la política española y la política catalana han cambiado. Desde la formación del nuevo gobierno de España, y seguramente como consecuencia de los esfuerzos necesarios para su formación, la beligerancia antisoberanista ha quedado más concentrada en los partidos de la oposición. Y por otro lado, la exaltación independentista se ha moderado y ha disminuido el número de choques frontales con la legalidad escrita.
El acuerdo de investidura ha recogido bien, desde mi punto de vista, las ganas de distensión de la mayoría de la población, y España se ha movido un poco de su anterior puesto inmovilista, en algunas formas al menos .
En paralelo van surgiendo diversas iniciativas de grupos de personas con ganas de articular ideas y acciones soberanistas que no tienen la independencia como un objetivo, pero que reconocen la existencia de un problema no lo suficientemente bien resuelto.
En el otro lado, la presencia consolidada del independentismo en el Parlamento Europeo y el Congreso, la constatación de que el independentismo no es un bloque ideológicamente unitario, la conciencia de que la unilateralidad no es una buena forma de actuar en el contexto histórico actual, son elementos que van convirtiendo las tensiones en un espacio gestionable.
Definitivamente la sociedad pedía este cambio de actitud y claramente es algo a celebrar.
Quedan por desgracia las numerosas migajas de la acción de la justicia institucional. De las causas aún en curso y los resultados de las tristes sentencias. Los encarcelamientos de personas por causas colectivas siempre deja la sociedad resentida. Y la causa era y es colectiva, y promovida por medios pacíficos, o al menos democráticos.
Aquí sí que tenemos un hueso. Creo que la tensión no se puede rebajar sólo con salidas de los presos en el Parlamento, permisos derivados de los reglamentos penitenciarios, ni para entrevistas a periódicos, radios o televisiones. Un prisionero es un prisionero, un condenado por una administración de justicia que en principio actúa en nombre de toda la sociedad. En este punto radica la profunda desafección de muchos ciudadanos, yo incluido, en el funcionamiento de la justicia en este caso.
Más criticable que la tan llamada judicialización del proceso es, en mi opinión, la utilización sesgada de la fuerza que da el Poder Judicial en un Estado de Derecho para fines partidistas, lo que en lenguaje más mediático se califica de lawfare. La campaña «Amnistía ahora!» Promovida recientemente por Òmnium Cultural pone justamente el dedo en la llaga de esta situación tan incómoda.
En cualquier caso debemos alegrarnos de este cambio de situación. Y en la medida que podamos debemos insistir en enriquecer los contenidos sobre los que dialogar.
Una de las propuestas más sólidas que provienen del soberanismo no independentista es la reiteradamente formulada por el prestigioso notario López Burniol que, si no yerro, resume en el reconocimiento de Cataluña como una nación, el reconocimiento de la exclusividad en las competencias de lengua y cultura , un límite claro en la solidaridad interterritorial, una agencia tributaria compartida, y al final, una consulta a la población sobre si está de acuerdo. Quizás es un máximo para algunos y un mínimo para otros, pero no deja de ser una excelente formulación de posibilidades a negociar. Quizás otras también lo pueden ser.
Los que saben plantear las preocupaciones en eslóganes también lo han acertado esta vez: del «sit and talk» ya conseguido, ahora tenemos que saber pasar al «talk and move».
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