Los estados necesitan al menos cuatro fundamentos esenciales para evitar estar en crisis. Disponer de estos cimientos no significa que el Estado funcione perfectamente, pero sí garantiza que no sufra una anomía total, es decir, que no pierda completamente su capacidad para cumplir con las funciones básicas.
El primero de estos fundamentos es que el Estado no esté fuertemente condicionado por el gran delito organizado. Cuando esto sucede, la capacidad de las instituciones para actuar libremente queda secuestrada, como ocurre en México a una escala extraordinaria o, ya en Europa, en los Países Bajos. En España, aunque este problema no ha alcanzado estos niveles, existen signos preocupantes, como el crecimiento de las redes de narcotráfico en Galicia, el sur de Andalucía y Cataluña. Cuando estas estructuras criminales penetran en las instituciones, el problema se desarrolla de manera subterránea y, cuando se hace evidente, suele ser demasiado tarde para actuar.
El segundo fundamento es que la corrupción no debe condicionar ni afectar al funcionamiento de las instituciones. La corrupción distorsiona las decisiones políticas, impide que los recursos se destinen adecuadamente y crea desconfianza en la población. En España, la corrupción fue ya un motivo que favoreció la caída del Partido Popular mediante la moción de censura que llevó a Pedro Sánchez al poder. Sin embargo, seis años después, nuevos escándalos de corrupción emergen con fuerza. Los casos de los ERE en Andalucía, los casos Koldo, Hidrocarburos y Begoña Gómez, así como el caso Mediador (Tito Berni) y el caso Faffe, siguen pendientes y ponen de manifiesto que el problema no se ha solucionado, sino que persiste y erosiona la confianza en las instituciones.
El tercer fundamento es la independencia de la justicia, especialmente en lo que se refiere a su capacidad de actuar sin injerencias políticas en los conflictos sociales y políticos. La justicia debe poder seguir su propio camino sin presiones externas, y actualmente en España esto se encuentra en peligro. La crisis en la Fiscalía General del Estado es un claro ejemplo. Esta crisis alcanzó un punto álgido con el nombramiento de Dolores Delgado como Fiscal General, tras pasar directamente de ser ministra de Justicia a ocupar el cargo. La imparcialidad se puso en duda, y la situación empeoró con su dimisión y posterior nombramiento de Álvaro García Ortiz, cuya carrera estaba estrechamente vinculada a la Unión Progresista de Fiscales, un grupo minoritario alineado con los intereses del PSOE y, en menor medida, con los partidos a su izquierda.
El conflicto se intensificó cuando el Tribunal Supremo decidió investigar a García Ortiz, un hecho de una relevancia extraordinaria. Que el Fiscal General del Estado sea investigado y se niegue a dimitir es una situación insostenible. Cualquier fiscal en estas circunstancias debería, como mínimo, suspender sus funciones, pero García Ortiz se aferra al cargo, desafiando al Tribunal Supremo y provocando una crisis institucional sin precedentes. A ello se le suma la intervención del Gobierno, que defiende al Fiscal General y descalifica al Tribunal Supremo, agravando aún más el conflicto, y dividiendo el cuerpo fiscal, como se evidenció en la Junta de Fiscales y en el Consejo Fiscal de éste jueves. En éste último, una rotunda mayoría se manifestó en contra de la permanencia de García Ortiz, mostrando una fractura en la institución.
El cuarto fundamento es la independencia y colaboración entre los diferentes poderes del Estado. Cada poder debe actuar de forma autónoma, pero sin que haya enemistad o confrontación con los demás. En España, ese principio también está en crisis. La interferencia del Poder Ejecutivo en el Poder Judicial y la colonización de instituciones públicas son claros ejemplos de esta falta de separación. El caso del Banco de España, cuyo nuevo gobernador pasó de ser ministro al nuevo cargo, es otro ejemplo de cómo se difuminan las fronteras entre los poderes. A esto se suma el escándalo del CIS, el control descarado de la televisión pública y la instrumentalización de la agencia de noticias del Estado, la agencia EFE. El conflicto entre el Congreso y el Senado, así como la falta de respeto a las formas democráticas, completan ese panorama de crisis.
La consecuencia de esta crisis de los fundamentos del Estado es un deterioro de la confianza de los ciudadanos en la democracia y en la justicia, pilares fundamentales del Estado de derecho. Un Estado que no logra garantizar la independencia de sus instituciones y que se ve afectado por la corrupción, la injerencia delictiva y la confrontación interna entre sus poderes, no sólo pierde eficacia, sino también legitimidad. La pregunta que queda en el aire es: ¿cuánto tiempo podemos continuar en esta dinámica autodestructiva antes de que la crisis se transforme en un estallido irreparable? La necesidad de una regeneración institucional y de una política que apueste por la transparencia, el respeto entre poderes y la integridad es más urgente que nunca si se quiere evitar un colapso irreversible del sistema.