¿En qué se asemeja el feminismo y el franquismo?

La pregunta puede parecer una provocación, pero a menudo el camino más corto hacia la verdad implica sacudir al lector. Y la respuesta, tan simple como incómoda, es que tanto la reacción contra el feminismo oficial como el curioso redescubrimiento del franquismo entre cierta juventud comparten una misma raíz: la saturación. El empalago. El exceso doctrinario convertido en política de Estado.

La España contemporánea es especialista en convertir las ideologías en sermones obligatorios. Cuando un relato se impone desde el poder, los jóvenes —siempre más sinceros que los adultos— responden con una franqueza que hiere. Y es en este punto donde el feminismo institucional y la memoria histórica practicada por el progresismo acaban encontrándose en un terreno que no querían pisar.

Zapatero, con su política de la Memoria Histórica, resucitó a Franco.

No el dictador real, sino su sombra cultural. Durante la transición y las décadas europeas, el franquismo había quedado relegado a un rincón polvoriento de la memoria colectiva. Era un tema resuelto, incómodo, pero superado, domesticado por el éxito de una democracia que nació con obstáculos, pero que funcionó. La entrada en la Comunidad Económica Europea con González y en el euro con Aznar consolidaron un país que ya no necesitaba mirar atrás.

Pero llegó el gobierno de Zapatero y decidió que la historia no podía ser un archivo silenciado, sino un ring donde ganar la guerra que los abuelos habían perdido. La memoria histórica se convirtió en un instrumento de relectura moralizadora: por un lado, el ensalzamiento mítico de la Segunda República; por otro, la demonización sin fisuras de todo el bando contrario, incluidos quienes pilotaron la transición.

¿El resultado? Lo contrario de lo que pretendía. Tanto insistir en recordar a Franco hizo que Franco volviera, no como proyecto político, sino como símbolo reactivo ante un presente que muchos jóvenes consideran hostil, lleno de precariedad y desprecio institucional. Para algunos, el franquismo ha pasado a ser un contraste, incluso un elemento de curiosidad. Y si añaden que el régimen tuvo dos políticas sólidas —la vivienda y la ordenación hidrológica—, la reacción resulta comprensible, aunque sea equivocada.

Y ahí entra la segunda pata del paralelismo: el feminismo convertido en política de Estado.

No como principio de igualdad -que nadie discute- sino como doctrina. El feminismo actual, institucionalizado e hinchado desde el gobierno, ha transformado la cuestión de la igualdad en un arma contra el ser hombre, discriminado, eterno sospechoso y siempre culpable cuando la opinión acusatoria es de una mujer, una identidad que polariza y que, como toda ideología que se cree infalible, no admite réplicas.

Los datos son claros y contundentes: los jóvenes no comulgan. La encuesta del CIS de 2023 lo mostraba con claridad meridiana. El 52% de los chicos entre 18 y 24 años considera que el feminismo ha ido demasiado lejos. Y casi un 30% de las chicas piensa lo mismo. No es un detalle: es un terremoto generacional.

Los estudios recientes, incluso los que provienen de la misma galaxia feminista, reconocen la magnitud de la reacción: negación de la discriminación estructural, rechazo de las políticas feministas y percepción generalizada de que «se han pasado tres pueblos».

Pero la respuesta feminista, en lugar de analizar lo que falla, prefiere recurrir al catecismo ideológico:

Si no lo aceptas, es que eres machista.
Si criticas, es porque te ha intoxicado la ultraderecha.
Si no comulgas, es culpa de la pornografía o de casos como La Manada.

Es decir: la culpa es siempre del pecador, nunca de la doctrina. Un esquema teológico perfectamente reconocible.

No contemplan —ni por un minuto— que quizás los jóvenes rechazan un feminismo que ha abandonado las reivindicaciones esenciales: la protección de las madres, las discriminaciones laborales de las embarazadas, las penalizaciones salariales de la maternidad. Estos temas, que son las discriminaciones reales, concretas y mensurables, son justamente los que el feminismo institucional ha dejado fuera de su guion, obsesionado como está por el combate simbólico e identitario.

La realidad digital también habla claro: los contenidos feministas apenas llegan a 50.000 visualizaciones, mientras que los vídeos críticos acumulan cinco millones. Pero lejos de entenderlo como una señal de alarma, el feminismo institucional responde con la misma receta que el franquismo cuando sentía que perdía el control del relato: pide censura.

Quieren “intervenir el entorno digital” y “amplificar el mensaje institucional”. Traducido: silenciar a los discrepantes. Es exactamente el mismo reflejo que tienen todas las ideologías que, en aras de la justicia histórica o la igualdad absoluta, se convierten en doctrinas de Estado. Cuando el poder se coge demasiado fuerte, el efecto es siempre, inexorablemente, lo contrario a lo que buscan.

El paralelismo, pues, no es político, sino psicológico y social:

El franquismo oficial reapareció porque se abusó.
El feminismo oficial provoca rechazo porque también se hace uso abusivo.

Cuando una idea deja de ser una propuesta y se convierte en una obligación teológica incuestionable, cuando el gobierno decide qué recordar, qué creer y qué decir, la juventud —que detecta el autoritarismo con una rapidez admirable— responde con desobediencia. Y no hay sermón institucional capaz de frenar esto.

La memoria histórica y el feminismo actual tienen en común haber buscado hegemonía, y toda hegemonía necesita enemigos. Por un lado, los herederos del franquismo eterno; en la otra, la machosfera y la extrema derecha. Pero, de tanto repetir el dogma, han acabado dando vida a lo que querían enterrar.

La historia, como la naturaleza, abomina del vacío y del forzamiento. Cuando se manipula demasiado, reacciona. Y en esto, los jóvenes tienen un instinto mucho más afinado que los adultos: no toleran que les catequice el gobierno.

Quizás algún día entenderemos que ninguna sociedad madura puede basarse en el adoctrinamiento permanente, ni en la memoria convertida en arma, ni en la igualdad que en realidad es discriminación y culpabilización del otro, convertida en ideología. Porque, cuando el Estado sermonea demasiado, es entonces cuando las ideas que quiere imponer -ya sea el recuerdo idílico de la República o el feminismo de cuarta ola- acaban generando exactamente lo contrario de lo que proclaman.

Cuando el Estado sermonea demasiado, es entonces cuando las ideas que quiere imponer -ya sea el recuerdo idílico de la República o el feminismo de cuarta ola- acaban generando exactamente lo contrario de lo que proclaman Compartir en X

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