La Reina Isabel II ha tenido una despedida a la altura de su peso histórico: ha sido la monarca que más años se ha mantenido en el trono del Reino Unido y ha preservado la unidad del reino durante un largo período de cambios profundísimos.
Pero la reina de Inglaterra es aún más importante por otro motivo: parece ser el último gran personaje público capaz de generar la aprobación unánime no sólo de sus súbditos, sino de la opinión pública mundial.
Efectivamente, resulta difícil encontrar a alguien que se atreva a criticar abiertamente a un personaje tan leal, volcado en su labor y recto. Incluso en Cataluña, feudo del republicanismo más visceral, Isabel se ha convertido en la antítesis de la monarquía encarnada en la figura de Juan Carlos.
La reina Isabel ha logrado esta aclamación unánime manteniéndose fiel a los valores tradicionales por antonomasia
Lo más revelador es que la Reina Isabel ha logrado esta aclamación unánime manteniéndose fiel a los valores tradicionales por antonomasia: Dios, familia y patria, responsables de los vínculos más fuertes que mantienen unida a una sociedad. Isabel no sólo los ha encarnado sino que, a través de su compromiso y respeto por el deber, los ha puesto en práctica de forma constante.
Se trata de valores que se sitúan en las antípodas del individualismo subjetivo que promueven muchos de los que han aclamado el féretro de la difunta soberana. En este sentido, Isabel II ha sido un anacronismo en el mejor significado posible que se le pueda dar al término.
Con la reina, el mundo pierde lo que seguramente habrá sido el último gran personaje público capaz de despertar la admiración unánime. Al menos, durante un buen período de tiempo.
Ya hace años que los demás gigantes de la historia que han despertado una admiración similar han dejado este mundo: en el plano político, podemos citar a Nelson Mandela. En el religioso, la Madre Teresa de Calcuta.
Se trata de figuras capaces de unir a personas muy diferentes, al igual que lo ha hecho la reina. Y, curiosamente, todas representaban en último término los mismos valores cristianos, llevándolos más allá del debate político y consiguiendo que fueran un ejemplo universal.
Hoy, los personajes que se nos presentan como modelos a seguir suelen estar muy alejados de los ideales que encarnaban estos difuntos. En vez de unir, generan división. Podemos pensar en Greta Thunberg, cuya fama se basa en oponer la generación de los baby boomers a los jóvenes, que serían “víctimas climáticas” de los primeros.
O en el movimiento woke , que en su terreno racista, muy fuerte en Estados Unidos, busca oponer los negros a los blancos. En otra corriente, la sexual, tan presente en España, trata de criminalizar a los hombres heterosexuales.
Que los mismos que aclamen a los héroes del wokismo lloren por Isabel es una flagrante contradicción. Pero al menos tiene el mérito de demostrar que, en último término, lo que realmente mueve y conmueve al ser humano siguen siendo los vínculos fuertes que la reina tan admirablemente ha representado.
Lástima que, a fuerza de demoler los fundamentos de la cultura occidental y desvincular a los individuos de la tradición, nuestras sociedades hayan llegado al extremo de no ser capaces de producir, de momento, nuevos personajes a la altura de Isabel II .