La desvinculación que sufren las sociedades occidentales, y europeas en particular, lleva años alimentando un fenómeno político de primer orden, el de la creciente fragmentación parlamentaria.
La fragmentación dificulta la aparición de acuerdos de gobierno y viene cada vez más acompañada del auge de los extremos, que alimentan la dinámica de enemistades irreconciliables.
En 2019, las anteriores elecciones al Parlamento Europeo ya vinieron fuertemente condicionadas por el creciente número de grupos parlamentarios y el peso menguante de los partidos tradicionales.
La plaga de la fragmentación se ha extendido a países como Italia, Alemania y más recientemente Polonia, nación hasta ahora preservada gracias al peso que mantenía la matriz católica de la sociedad, palo de pajar del país según la teoría del gran sociólogo francés Jérôme Fourquet (matriz ahora ya retrocede en las grandes ciudades, empezando por Varsovia).
Otros países, como Francia o Reino Unido, funcionan partiendo de reglas electorales que manipulan el comportamiento de los electores (la doble vuelta en el caso francés y la circunscripción uninominal en el británico). Unos esquemas que reducen los efectos de la fragmentación, pero con un precio elevado: reducir la legitimidad del sistema democrático a ojos de los votantes frustrados.
En esta pequeña galaxia de las democracias europeas, existe un caso que podría considerarse pionero de la desvinculación y fragmentación política: Bélgica.
En Bélgica, la descristianización de la sociedad se inició en los años 50 del siglo XX, pasando de ser un país profundamente impregnado de catolicismo a particularmente anticlerical en el espacio de pocos años. Un caso parecido, salvando las distancias evidentes, es el de Catalunya.
A este primer factor primordial de fragmentación política se le añade un segundo, el de la diferencia idiomática entre el norte flamenco y el sur francófono, con importantes ramificaciones culturales y económicas. De nuevo, y salvando de nuevo las distancias, como Catalunya.
En 2011, Bélgica ya fue noticia cuando batió el récord mundial de país que había pasado más tiempo sin conseguir formar gobierno. Actualmente, la dirigen una coalición de nada menos que siete partidos diferentes, y que tardó casi 500 días en pactarse.
El 9 de junio los belgas votarán no sólo para escoger a sus delegados en el Parlamento Europeo sino que tienen también cita para elegir la nueva cámara federal.
Las encuestas señalan que la primera fuerza, en torno al 17% de los escaños, será el partido radical Vlaams Belang (VB), que milita por la independencia de Flandes. Se espera que el VB supere por primera vez al también nacionalista N-VA, que actualmente gobierna en Flandes.
Sin embargo, es que la segunda fuerza política según los sondeos es un partido de extrema izquierda valón, el Partido de los Trabajadores, que se espera que obtenga el 13% de los escaños.
Opuestos en absolutamente todo, desde la lengua hasta la inmigración pasando por el cambio climático, estas dos formaciones pueden inaugurar una nueva etapa aún más problemática, en la tortuosa historia de la Bélgica moderna.
Los flamencos llevan décadas quejándose de que sus impuestos sirven para pagar la improductividad de los valones francófonos, que históricamente han además conformado la élite política y económica del país antes de que las tornas empezaran a cambiar a mediados del siglo pasado.
Todo apunta a que el 9 de junio, la composición del parlamento belga, con sus 12 partidos actualmente representantes, se convertirá aún más en intrincada.