En 1973 la sentencia Roe contra Wade abrió camino a la ola que acabaría transformando en toda Europa la legislación sobre el aborto, empezando por Francia. Hasta entonces había sido contemplado como un mal, un mal menor, y en todo caso era regulado de forma muy restrictiva. A partir del cambio operado por una sentencia judicial, se transformó cada vez más en una suerte de nuevo derecho. Esta concepción suponía importantes contradicciones. Por ejemplo, en los propios EE.UU. Este país, actuando como potencia militar ocupante, llevaba ya más de una década legalizando el aborto en Japón derrotado tras la II Guerra Mundial. Si el aborto era un derecho, significaba que las japonesas habían disfrutado de él durante muchos años antes que las propias ciudadanas estadounidenses.
En realidad lo que hizo aquella sentencia, que siempre ha sido considerada objetivamente como muy frágil desde el punto de vista jurídico, es sustituir la capacidad legislativa de los estados, que son quienes regulaban hasta entonces este aspecto, por una decisión judicial. En definitiva, era transformar al Tribunal Supremo en una suerte de instancia legislativa. Es, evidentemente, una ruptura del equilibrio de poderes, pero no es la primera vez que ocurre, especialmente en América. Existen precedentes claros en este sentido en países como México o Colombia, en temas como el matrimonio homosexual o la eutanasia.
Ahora el cambio, que en contra de lo que se dice no consiste en prohibir el aborto, devuelve la capacidad de decidir a los estados. En definitiva, se democratiza la consideración de cómo se quiere que sea el aborto. Pese a esta evidencia, la reacción que se ha producido en España por la decisión del Supremo de EEUU no deja de llamar la atención por su intensidad y por el tipo de calificativos que se formulan.
La jefa de opinión de El País, Marian Martínez-Bascuñan, aseguraba sin el más mínimo rubor que en EEUU se vivía una nueva guerra fría, “una guerra de baja intensidad”, y que la decisión era antidemocrática. Mira por dónde que decidan los ciudadanos y sus parlamentos es ahora contrario a la democracia.
Jordi Amat, que desde que pasó de La Vanguardia a El País pugna por sobresalir entre la progresía, considera que es una victoria “del leninismo reaccionario”. Una vez más se cuestiona la dimensión democrática de la sentencia, traicionando la evidencia de lo que dice y cuestiona también la decisión de los jueces por una razón que debe llamar la atención: porque hay una mayoría conservadora en el Tribunal. Es decir, desde este punto de vista sólo son válidas las decisiones de tribunales que tengan una mayoría determinada por la progresía, como ha venido sucediendo hasta ahora.
Tampoco les parece bien el perfil político de los seis jueces que aprobaron la sentencia, porque según Amat los perfiles a tener en cuenta es el de los tres que se opusieron (por cierto, un resultado contundente). Pero ese mismo opinador, y otros como él que critican la visión conservadora de una parte de los jueces, nada tienen que decir a que el sistema español para escoger el Tribunal Supremo aún esté más politizado y pueda escribirse, en el mismo País y el mismo día sin rubor alguno, que “el PSOE pretende alcanzar la renovación (del TS) en julio y así cambiar la mayoría conservadora por progresista, entre otras cosas precisamente para que pueda decidir sobre la ley del aborto en un sentido distinto”. Más claro el agua. Querer cambiar un TS forzando las circunstancias para darle un determinado color político para dictar una sentencia que lleva 10 años esperando, esto es visto como un hecho plenamente integrable en el estado de derecho, pero la decisión claramente mayoritaria de los jueces estadounidenses devolviendo la potestad de decidir sobre el aborto a los congresos estatales, esto es visto como un atentado.
Es evidente que detrás de este tipo de reflexiones anida una mentalidad que hace imposible la democracia, porque sólo valora que ésta existe si favorece sus puntos de vista, cuando no es así, la democracia debe ser arrinconada y sustituida por aquella instancia que decida en los términos más favorables.
En este debate los partidarios del aborto ni siquiera se detienen en considerar que desde la sentencia de 1973 ha pasado casi medio siglo y que a lo largo de este tiempo la ciencia neonatológica ha hecho grandes progresos. Hoy en el mundo de la investigación con embriones, que no respira precisamente una cultura «provida», existe un consenso generalizado de que la manipulación debe cesar necesariamente el día 14, porque los científicos consideran que a partir de esa fecha ya existe un ser humano único y plenamente diferenciado y que, por tanto, no se puede manipular sobre él.
Estos y otros avances, como el de la percepción del dolor por parte del feto, no alteran ni un milímetro los argumentos de los defensores del aborto, que también en el plano científico ignoran todo lo que proclama de evidencia que existe otro ser humano en la cohesión además de la mujer, y que éste es el problema ético. Los argumentos tópicos que «nosotros parimos», «no somos un objeto» pasan por alto la existencia de este ser humano desde muy temprano, desde muy al inicio de la gestación, que tampoco es un objeto. El discurso sobre el aborto como derecho que nunca ocurre aquí, no tiene fundamento jurídico alguno, como constata la sentencia del mayor de los países occidentales precursor del aborto. Referirse a él en nombre de “la salud reproductiva” de la mujer es un absurdo. El embarazo es un proceso absolutamente natural, ecológico, por utilizar el lenguaje de moda, y lo que afecta a la salud de la mujer es su ruptura busca, el aborto.
La contradicción entre que el ser humano engendrado pueda ser sujeto de una herencia testamentaria, o que se hagan ceremonias de luto y entierros cuando el aborto es natural, es demasiado impresionante para no revelar que aquí existe un grave problema que los partidarios del aborto no quieren afrontar: la naturaleza humana de la criatura engendrada.
En el fondo, la argumentación en favor del aborto se fundamenta en criterios que son incompatibles con el debate racional que necesita la democracia. El primer criterio es la descalificación total de quienes son partidarios de la vida. El segundo criterio es negar toda consideración humana al feto. Y el tercer criterio es utilizar un lenguaje performativo, ya hemos visto líneas arriba algún ejemplo, convencidos de que la palabra es capaz de alterar la realidad.
Por ejemplo, Elvira Lindo clamaba, en otro artículo publicado en El País, que abortar es un derecho, sin aportar ni el más mínimo argumento jurídico que lo justifique. Insistía en el derecho a la salud, vinculándolo al aborto y clamaba porque esta salud reproductiva no se mezcle con criterios morales. Todos estos argumentos, si son proyectados sobre la vida en común, definen a un tipo de sociedad en la que la democracia, basada en la discrepancia, la moralidad para guiar las conductas y el respeto a lo que no piensa como tú, no tiene espacio habitable. Es una paradoja que los principales cantores de la diferencia la liquiden cuando ésta es contraria a la que ellos piensan, o mitigan la verdad asegurando que la salud de la mujer está en peligro cuando ésta no conviene a sus fines.
Detrás del aborto hay en definitiva un conflicto en el modelo de sociedad y de los valores que deben soportarlo. Este conflicto es más evidente si se recuerda, porque siempre se olvida, cuál es la causa inmediata de la necesidad de abortar. Una relación sexual tan guiada por el impulso que ha hecho imposible utilizar cualquiera de los múltiples sistemas anticonceptivos que existen hoy disponibles. El mantenimiento intocable de ese impulso puede justificar la muerte masiva, sólo en España son cerca de 100.000 cada año las criaturas abortadas.