La fecha del 4 de octubre debe entrar, sin duda, en las referencias políticas de Cataluña. Ese día se hizo visible de forma nítida la fuerza de la comunidad musulmana en nuestro país, sobre todo en Barcelona, donde se celebró una gran manifestación contra las atrocidades que el ejército israelí comete en Gaza, y también en otras ciudades como Tarragona. El fenómeno es especialmente relevante porque, cuanto más pequeñas eran las concentraciones, más clara se hacía la presencia organizada de aquellos colectivos.
En Barcelona, la Guardia Urbana calculó a unas 70.000 personas por la mañana. Evidentemente, no todas tenían origen musulmán: había un gran contingente de familias catalanas, jóvenes, ancianos, militantes políticos y ciudadanos indignados con las imágenes de la destrucción en Gaza.
Pero dentro de esta heterogeneidad, el núcleo musulmán se hizo muy visible, sobre todo por la participación de mujeres con pañuelo, chicas jóvenes, y hombres de edades diversas, muchos de ellos recién llegados. Algunos medios subrayaron la presencia de hijos y nietos de la inmigración, intentando darle un tono de catalanidad. Sin embargo, no señalaron que el grueso de la participación provenía todavía de adultos llegados de países musulmanes. Incluso en detalles como la presencia de taxis, muchos conducidos por chóferes de esa comunidad, quedaba clara su implicación.
La manifestación de la mañana se desarrolló con absoluta normalidad y de forma pacífica. Pero por la tarde, el ambiente derivó en violencia. Se produjeron ataques contra tiendas y comercios, seleccionados arbitrariamente bajo la sospecha de tener intereses judíos. Cabe remarcarlo: no era ya una protesta por Palestina o Gaza, sino acciones con un marcado componente de hostilidad contra el pueblo judío.
Los gritos y las pancartas no se limitaban a criticar a Netanyahu y su gobierno —un hecho lógico y justificado— sino que calificaban a todo el Estado de Israel de genocida, entrando en un terreno inequívocamente antijudío.
Esto refleja un problema de fondo: la confusión, voluntaria o no, entre el Estado de Israel, el conjunto de su pueblo y su actual gobierno. Esta confusión es la que alimenta una ola creciente de antisemitismo en nuestro país. Hay que decirlo con claridad: el rechazo a las políticas de Israel no puede traducirse en odio a los judíos, y eso es lo que, por desgracia, se vio esa tarde.
También hay que hablar del papel de las fuerzas de seguridad. La Guardia Urbana de Barcelona prácticamente desapareció del escenario, y los Mossos d’Esquadra intervinieron tarde y de forma limitada. Incluso, en algunos momentos, se vieron obligados a recurrir a spray pimienta para contener a grupos violentos.
Todo ello puso en evidencia la debilidad de la protección ciudadana frente a situaciones de tensión y la falta de preparación para defender los bienes comunes y privados. La pregunta es inevitable: ¿por qué la respuesta policial fue tan débil?
Este episodio tiene además una lectura política más amplia. Recuerda, de forma inquietante, los planteamientos de la novela Sumisión de Michel Houellebecq. El autor francés imagina un futuro en el que la Hermandad Musulmana, liderada por Mohammed Ben Abbes, llega al poder gracias a las alianzas con socialistas y conservadores que quieren frenar a la extrema derecha. Con el nuevo régimen, la Sorbona se convierte en universidad islámica, los profesores conversos gozan de altos salarios y poligamia, los judíos emigran a Israel, y el papel de la mujer queda relegado al ámbito doméstico. El protagonista, François, se ve tentado de convertirse en el islam para aprovechar las ventajas sociales.
La novela, obviamente, es una provocación literaria, exagerada y polémica. Pero tiene elementos de interés político, siempre que no la leamos como una tesis literal, sino como una metáfora que invita a reflexionar.
Hoy es fácil ver la tentación de algunos partidos –socialistas, republicanos y comunes– de establecer alianzas tácticas con grupos musulmanes organizados, especialmente con el objetivo de ganar su voto. Ya no se trata solo de los adultos nacionalizados, sino sobre todo de los hijos nacidos aquí, que son plenamente ciudadanos con derecho a voto. La política catalana ya no puede ignorar esa realidad.
También es revelador el diferente trato institucional hacia las celebraciones religiosas. Las festividades musulmanas reciben cada vez más reconocimiento por parte de nuestros gobernantes, mientras que las fiestas populares y religiosas catalanas -como la Merced o las Fiestas Mayores- son a menudo negadas en su condición religiosa: expulsadas de la celebración.
La diferencia no es casual: responde a una combinación de factores. Por un lado, la fobia de muchos políticos al cristianismo, parte esencial del legado cultural catalán. Por otro, la voluntad de obtener nuevos apoyos electorales a través de la comunidad musulmana, que se percibe como un blog emergente y organizado. Cuando, además, se vincula el discurso con la defensa legítima de los derechos humanos en Gaza, la jugada política parece ganar mayor fuerza.
En definitiva, el 4 de octubre no solo fue una fecha de movilización ciudadana contra un conflicto internacional. Puso sobre la mesa retos profundos para la convivencia, la seguridad y la política catalana. La presencia organizada de la comunidad musulmana, la confusión entre crítica política y antisemitismo, la debilidad policial y la tentación de alianzas políticas con colectivos concretos son factores que no pueden obviarse. Ignorarlo sería un grave error: el debate es incómodo, pero inevitable, y marcará buena parte del futuro inmediato de Cataluña.
Antisemitismo y confusión entre Estado de Israel y gobierno Netanyahu: un debate urgente. #Israel #Antisemitismo Compartir en X