Hay momentos, instantes en la vida que uno sabe que recordará siempre. Recientemente he podido vivir uno, el nacimiento de mi primer hijo.
Es sorprendente percibir que el primer sonido que escuchan los padres del hijo es su llanto desconsolado al salir de su madre. Ciertamente, no es la forma más romántica de emerger en el mundo, pero sí la mejor para anticipar a los progenitores lo que vendrá: cambio de pañales cada dos por tres, pensar que ha habido un milagro cuando duerme tres horas seguidas o el cursillo acelerado en psicología para entender el motivo por el que esta vez la criatura llora desconsoladamente.
Pero dejando a un lado estas «pequeñas» incomodidades y volviendo a los momentos memorables de la vida, puedo confirmar en primera persona que el nacimiento de una criatura es sencillamente extraordinario.
Poder conocer y convivir con un ser que exuda por todas partes ternura. Sus manitas y piececitos, sus caras o el inconfundible olor de bebé. Y en el origen de todo él, los padres solo hemos tenido que poner la semilla inicial y dejar realizar el ciclo natural. Una buena muestra de la perfección e inteligencia en la que trabaja la Naturaleza, ante la que el hombre solo puede tener una actitud de humildad y contemplación, quedando todo progreso humano como una simple sombra.
¿Y de todo esto que he aprendido?
Que es necesario aplaudir mucho más fuerte a los padres, a todos los padres. No recuerdo una época de mi vida que haya estado tan ocupado ni haya dormido tan poco como ésta.
Efectivamente, la familia es un tesoro en el que gobierna el amor incondicional, ya que cualquier otro capitán provocaría rápidamente la quiebra de la familia.
Como el fuego o el agua estoy horas observando a mi hija y, redescubriendo junto a ella, el mundo inmenso y desconocido que se abre ante su pequeño ser. Siempre dispuesto a volver a servirla todos los días, hora o instante sin esperar nada a cambio.
Por último, solo puedo agradecer poder ser padre de una maravillosa criatura que con orgullo puedo decir que es hija mía.