El fútbol está roto. Que entre el rugby, por favor

Cada fin de semana se repite la liturgia: rueda la pelota, silban a los árbitros, gritan a los comentaristas, chillan a los entrenadores, se parten las vestiduras a los tertulianos, y millones de aficionados se indignan ante las decisiones arbitrales como si el mismo destino de la humanidad dependiera de un fuera de juego por centímetro y medio.

¿Soluciones? Los ha habido a puñados. El designador único, el sorteo informatizado, el VAR con más cámaras que un plató de Netflix, e incluso se invoca la inteligencia artificial, como si la computadora HAL 9000 tuviera que resolver lo que ni un comité de sabios podría desentrañar. Espóiler: no funciona. El fútbol sigue teniendo el mismo nivel de transparencia que una ventana empañada en febrero.

Y no, el problema no es (solo) el VAR, ni el árbitro, ni el señor de amarillo que corre como puede entre atletas de élite. El problema es el fútbol en sí: un deporte que, aunque viejo, ha desarrollado una ética particular basada en el engaño, el disimulo, la “picaresca”, y el arte milenario de arrastrarse por el césped como si te hubiera atropellado un camión, para luego levantarte tan fresco en cuanto el árbitro gira la cabeza.

¿Ejemplos? En espuertas (nunca mejor dicho). La famosa “falta táctica”, esta elegante manera de decir “te cojo porque me has destrozado los tobillos con un regate”. Las lesiones fantasma, que duran lo que tarda el árbitro en sacar la amarilla. Las protestas teatrales, las caras indignadas, los diálogos con el árbitro estilo telenovela mexicana.

Y el reglamento, ay, el reglamento… Un monumento a la ambigüedad, a la interpretación creativa, a la subjetividad más pasional. ¿Qué es mano? ¿Qué es agresión? ¿Qué es un contacto «suficiente»? Las respuestas cambian según el minuto, el equipo, el estadio y, en ocasiones, la fase lunar.

Pero todo esto tiene solución. Y está a un pase de banda de distancia: el rugby.

Sí, ha oído bien. Este deporte donde los jugadores se estampan como trenes de mercancías y, sin embargo, tratan al árbitro como un sumo sacerdote con silbato. ¿Por qué? Porque ahí, el árbitro no es un juez cuestionado, sino un director de orquesta que impone orden y ritmo. Y el respeto no es una sugerencia: es una norma grabada a fuego.

¿Te diriges al árbitro? Solo si eres el capitán. Y con un «Señor», por favor, que esto no es una barra de bar. ¿Haces ver una falta? Te miran peor que si hubieras dado una patada al perro del equipo. ¿Pierdes tiempo? Diez minutos en el rincón, a pensar en lo que has hecho. ¡Oh, dulces diez minutos de expulsión temporal! Más eficaces que cualquier tarjeta amarilla y más pedagógicos que un curso intensivo de valores deportivos.

Y por si fuera poco, el VAR del rugby (que, por cierto, funciona como un reloj suizo alimentado por el sentido común), se proyecta en pantallas gigantes, con comentarios del árbitro por megafonía. Es decir: luz y taquígrafos. Nada de cámaras oscuras con tipos en chándal tomando decisiones en silencio mientras el estadio se devora a sí mismo de incertidumbre. Aquí todo se ve, todo se explica, y todo el mundo entiende el porqué.

¿Conclusión? El rugby ha logrado lo que el fútbol lleva décadas intentando con más poca traza que gracia: un reglamento que protege el juego, castiga el tramposo y da al árbitro la autoridad que merece sin convertirlo en el blanco de todos los males del universo.

Así que sí, señores de la FIFA, dejen de inventar algoritmos, dejen de cambiar las reglas cada seis meses, y hagan lo impensable: copien. Copien con descaro. Copien sin complejos.

Copien el rugby.

Conviertan el árbitro en autoridad moral, no en víctima designada. Erradiquen el teatro griego en versión césped. Eduquen a los jugadores desde pequeños a jugar limpio y a callar (aunque sea solo durante el partido). Y sobre todo, hagan que el fútbol vuelva a ser un deporte y no un drama con balones.

Y si, aun así, no funciona, siempre nos quedará la opción radical: cambiar la pelota por una ovalada y acabar con la tontería.

En el rugby tratan al árbitro como un sumo sacerdote con silbato. ¿Por qué? Porque ahí, el árbitro no es un juez cuestionado, sino un director de orquesta que impone orden y ritmo. Y el respeto no es una sugerencia: es una norma… Compartir en X

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