En el alud de diagnósticos sobre la policrisis de la Unión Europea, estimulados por el temor a las decisiones de Trump, abunda una coincidencia y dos importantes omisiones. La coincidencia —y ya es mucho, especialmente en España, donde cabe recordar que Rodríguez Zapatero negaba la existencia de la crisis hasta que ésta se le echó encima— es la importancia y gravedad de la crisis, de causas y efectos múltiples . ¿Qué son, pues, las propuestas de Draghi y Letta, sino reconocimientos previos de su gravedad? Pero al mismo tiempo, esta percepción es parcial y fragmentada. Se asume la desigualdad generada por la globalización, pero nada se hace para revertirla; es más, se sitúa el acento de la desigualdad no en las causas económicas, sino en el género, las pugnas del feminismo, la homosexualidad y el transgénero.
Una buena visión de estos efectos la esquematiza la curva del elefante de Branko Milanović, conocido por su trabajo en desigualdad global y economía del desarrollo. Este gráfico aparece en su libro Desigualdad global: un nuevo enfoque para la era de la globalización (2016). La curva ilustra cómo han cambiado los ingresos reales a escala global entre 1988 y 2008 para distintos percentiles de la población mundial. Se asemeja a la forma de un elefante: El estancamiento en el percentil 80-90: indica el escaso crecimiento de ingresos para las clases medias y trabajadoras de los países desarrollados, como Estados Unidos y Europa Occidental.
También la emigración masiva hacia aquellos territorios ha provocado malestar y tensiones de todo tipo, y, finalmente, la perspectiva y el feminismo de género, las políticas hegemónicas LGBTI y la transexualidad como nuevo dogma, junto con la exportación con variantes de la doctrina woke.
Existe, además, otra gran omisión que acentúa la crisis del nuevo «viejo régimen». No se quieren ver las causas profundas, ignorando la evidencia de que la economía es una antropología. La visión de la economía como una dimensión de la antropología es muy valiosa, puesto que pone de manifiesto cómo las prácticas económicas están profundamente arraigadas en el contexto cultural y social, sin que ello signifique menospreciar el desarrollo autónomo de la economía como disciplina técnica y científica. Una aproximación interdisciplinaria que integre la economía como ciencia con la antropología como marco cultural puede ofrecer una comprensión más rica y compleja de las dinámicas humanas, y esto es precisamente lo que no se hace cuando, precisamente, las raíces de esta policrisis son antropológicas.
Incluso los trabajos más profundos de Letta y Draghi adolecen de economicistas, es decir, de materialistas, como buenos liberales, porque forman parte de la raíz común del marxismo, a pesar de su antagonismo troncal, que también tenía una visión materialista de la economía y se derrumbó.
Una concepción, dicho sea de paso, no compartida por los padres fundadores de la concepción liberal, como Adam Smith, que otorgaban un papel central a la moral entendida en términos aristotélicos: la moral está orientada a la consecución de la felicidad (eudemonía) mediante el cultivo de las virtudes, que implican un equilibrio entre los extremos (la “doctrina del justo medio”).
La tomista: la moralidad se basa en la ley natural, que es la participación de la criatura racional en la ley eterna de Dios. Esta ley guía al ser humano hacia el bien y le permite distinguir lo correcto de lo incorrecto. La moral se estructura alrededor de las virtudes, que perfeccionan al ser humano en su naturaleza y lo orientan hacia el bien y la kantiana: la moral es la capacidad del ser humano de actuar según principios universales derivados de la razón, independientemente de inclinaciones o intereses personales.
Estas tres concepciones articulan los fundamentos del orden moral europeo y occidental , hoy radicalmente descuidados por el nuevo “Antiguo Régimen” de la alianza entre el liberalismo cosmopolita y la progresía de género, y que tienen la cultura cristiana –que no es una cuestión de fe (eso sería la religión)— como el fundamento europeo, destruido sin sustituto.
La pregunta que se hace sobre la crisis actual, que parece afectar a la democracia liberal, sobre qué puede sustituirla (cuando está claro que se trata de regenerarla, repararla y transformarla), toma todo su sentido cuando preguntamos: ¿qué ha sustituido el fundamento de la cultura cristiana? La respuesta es un batiburrillo de ideologías rellenas de despropósitos y contradicciones con un sujeto impulsado por el individualismo narcisista y un emotivismo desatado.
Lo que falla en la Unión Europea es mucho más que un problema económico: son sus fundamentos. Uno ya apuntado, la cultura cristiana; el otro, la liquidación de la familia, fundamento del progreso económico y de la viabilidad del estado del bienestar, cuando, precisamente, la familia es quien ha definido la historia de Europa, como tenemos una experiencia directa y muy positiva en Cataluña. Las familias fueron la base del Renacimiento y de su transmisión de la industrialización y de las grandes transformaciones agrarias, y ellas salvaron el catalán y la cultura de la noche del franquismo.
Mientras no se recupere la realidad de todo esto, nuestra policrisis se acentuará y no entenderán nada de las reacciones que van llevando a poner en el poder a la derecha alternativa.