Cuando la edad decidió quién vivía: el drama de las residencias durante la Covid también en Cataluña

La pandemia de la Covid-19 obligó a gobiernos y sistemas sanitarios a tomar decisiones extremas en condiciones límite. Pero no todas las decisiones pueden quedar amparadas por el contexto de emergencia. Algunas, por su naturaleza, exigen todavía hoy una explicación política, moral y democrática y quizás penal.

Lo que ocurrió en las residencias de ancianos en Madrid —y también, con una intensidad a menudo olvidada, en Cataluña— es una de estas cuestiones pendientes.

Cinco años después, el debate público ha quedado parcialmente fijado en el caso madrileño. Pero esta focalización ha tenido un efecto colateral perverso: ha invisibilizado lo que también sucedió en Cataluña, donde las cifras de mortalidad en residencias alcanzaron niveles igualmente dramáticos. Este artículo revisita aquellos hechos con la perspectiva del tiempo, pero sin diluir su responsabilidad.

Un escenario que ya era conocido

Cuando España decreta el estado de alarma en marzo de 2020, la información clave ya existía. Italia había anticipado su patrón de mortalidad: el 78% de las víctimas tenían más de 70 años. A medida que avanzaba la pandemia, los datos españoles y catalanes lo confirmaban con crudeza: el 86% de los fallecidos pertenecían a esta franja de edad; los menores de 60 años representaban solo un 5% del total.

También se conocía el principal mecanismo clínico de la muerte: la insuficiencia respiratoria grave causada por la respuesta inmunitaria al virus. Y también se sabía que el único recurso capaz de revertirla en los casos más graves era la ventilación mecánica invasiva (VMI).

Sin embargo, no se adoptaron medidas específicas orientadas a proteger de forma prioritaria a la población de mayor edad. No hubo una planificación preventiva robusta ni una clara estrategia para reforzar residencias y hogares. La reacción institucional fue tardía, y cuando se intentó adquirir material crítico, el mercado internacional estaba ya colapsado.

Residencias convertidas en zonas de riesgo

El fracaso se hizo especialmente visible en las residencias de ancianos. Sin supervisión sanitaria adecuada, sin capacidad de aislamiento, con falta de material de protección y sin tests a los cuidadores, muchas residencias se convirtieron en foco de infección y mortalidad.

En Cataluña, la situación alcanzó dimensiones trágicas: el 6 de abril de 2020, los fallecidos en las residencias ya eran 909, el 25% del total español en ese momento. Los llamamientos de auxilio de cuidadores y responsables fueron reiterados y públicos. La respuesta de la administración llegó tarde y fue insuficiente.

Paralelamente, no se desplegó ningún plan global para proteger a las personas mayores que vivían en casa, muchas de ellas solas. Algunos centros de atención primaria actuaron con diligencia, pero faltó una estrategia coordinada: identificación, localización, visitas iniciales y seguimiento telefónico regular. Medidas elementales que pudieron limitar los daños.

El criterio silenciado

Pero el núcleo más controvertido de lo ocurrido no es solo el abandono logístico, sino el criterio de triaje que se aplicó en la práctica. Un criterio que, pese a los eufemismos, tuvo un factor determinante: la edad.

Testimonios de personal sanitario, servicios de ambulancias, cuidadores y familiares coincidieron en señalar que las personas mayores de 75 u 80 años eran desincentivadas sistemáticamente de ser trasladadas al hospital. Este hecho fue recogido por medios internacionales y trascendió fronteras.

Las autoridades políticas lo negaron, apelando a supuestos «criterios clínicos individualizados». Pero los documentos internos del sistema sanitario cuentan otra historia.

El protocolo que lo dice todo

El documento del SEM de 24 de marzo de 2020 establece criterios para la limitación del esfuerzo terapéutico basados ​​en la “optimización de los recursos” y en los “años de vida salvados”. Traducido a la práctica, el protocolo fija un corte claro:

— A partir de los 75 años, los pacientes no acceden a la VMI.
— Reciben oxigenoterapia con mascarilla.
— Si esta falla, el procedimiento se detiene.

No importa si la persona es autónoma, camina a diario o no presenta fragilidad severa. La edad actúa como criterio excluyente. En muchos casos, el siguiente paso es una sedación terminal, sin que se hayan explorado todas las opciones disponibles.

El lenguaje del documento es especialmente revelador: instrucciones para “plantear la limitación como un bien para el paciente”, indicaciones explícitas de no mencionar la carencia de camas, y eufemismos para evitar hablar claramente de la negación del tratamiento decisivo. Todo ello configura una ingeniería del lenguaje orientada a normalizar la desatención.

Discriminación por edad

Uno de los aspectos más inquietantes es que el protocolo aplica el mismo tratamiento a una persona mayor de 75 años plenamente funcional que a alguien en situación de fragilidad extrema. La variable decisiva no es el estado clínico real, sino la edad cronológica.

Esto conduce a una conclusión incómoda: en la práctica, se estableció una discriminación sanitaria por razón de edad. Un criterio que contradice los principios de equidad del sistema sanitario y abre interrogantes éticos de primer orden.

Aquí se puede encontrar:

http://cadenaser00.epimg.net/descargables/2020/04/01/dbb972d767c4a3b28e2c866cc3e0cb65.pdf?int=masinfo,

Responsabilidades diluidas

Más grave es que el documento que establece criterios de vida o muerte no está firmado por ningún máximo responsable político ni médico. Es una forma evidente de diluir responsabilidades. Un protocolo de esta naturaleza debería haber sido asumido explícitamente por la consellera de Salut y por los máximos responsables sanitarios. No lo fue.

Este vacío de responsabilidad política es una de las grandes asignaturas pendientes. Porque no se trata solo de lo que se hizo, sino de quien asume sus consecuencias.

Mirar atrás para entender

Este artículo no pretende juzgar con la comodidad del presente decisiones tomadas en medio del caos. Pero tampoco puede aceptar que todo quede justificado por la excepcionalidad del momento. Lo que ocurrió en las residencias durante la Covid revela fragilidades estructurales, errores de planificación y una concepción utilitarista de la vida en situaciones límite.

Madrid fue escenario de polémica, denuncias y judicialización. En Cataluña, en cambio, ha predominado el silencio. Pero los datos, protocolos y testigos indican que el problema fue compartido.

Y otros dos hechos:

En la saturación de las UCI, Francia respondió con trenes medicalizados para trasladar a enfermos a los hospitales con plazas libres. En España, el ministro Illa continuó con su postura hierática sin mover ficha.

Pablo Iglesias, por entonces vicepresidente del gobierno español y ministro de derechos sociales, era, en época de excepción y centralización, la máxima autoridad sobre las residencias. Permaneció en silencio.

Recordarlo no es un ejercicio de venganza, sino una exigencia democrática. Porque una sociedad que no revisa críticamente cómo trató a sus más vulnerables en el peor momento, difícilmente estará preparada para afrontar lo siguiente.

Durante la Covid, tener más de 75 años podía significar quedar fuera del hospital. #Covid19 #Residencias Compartir en X

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