En los últimos meses, numerosas voces críticas con la política internacional de Estados Unidos y Europa han puesto el grito en el cielo ante las incoherencias entre su discurso y sus actuaciones en una serie de escenarios: Israel-Gaza, Ucrania y China.
Acusar a Occidente de hipocresía en la escena mundial es posiblemente la crítica más vieja y a la vez recurrente que le han hecho y siguen haciendo sus rivales.
Alzarse en porta estandarte del derecho internacional y de unas relaciones entre países basadas en reglas universales implica sus peligros, ya que obliga a aplicarse a uno mismo la lección si se quiere disponer de un mínimo de credibilidad frente a los demás.
Además, como opina el veterano analista de la política internacional, Gideon Rachman, «la gente puede ir a la guerra para defender la libertad o la patria, pero nadie irá a luchar y a morir por el derecho internacional».
Buena parte de la crítica occidental a la invasión de Ucrania por parte de Rusia pasa por señalar que armar a Ucrania es legítimo porque la ofensiva rusa fue contraria a las normas internacionales, incluida la Carta de las Naciones Unidas. Occidente está pues defendiendo un mundo regido no por el poder duro y crudo de las armas, sino por reglas .
Lástima que Estados Unidos no aplique la misma vara de medir cuando se trata de aplicar aranceles a China. Y es que el cargo a la importación de vehículos eléctricos chinos por un 100% de su valor parece imposible reconciliar con las reglas internacionales de comercio. Para más inri, fueron los propios Estados Unidos quienes promovieron hace cerca de 25 años la inclusión de China en la Organización Mundial del Comercio. ¿Por qué? Porque en ese momento les interesaba.
La Unión Europea, en copia edulcorada y menos vitaminada que Estados Unidos, ha seguido la estela de Biden y ha anunciado recientemente la imposición de aranceles de entre el 17% y el 38% en los vehículos eléctricos chinos.
Que Europa y Estados Unidos fijen aranceles para proteger su industria en un sector clave es comprensible desde el punto de vista de sus intereses nacionales. Pero intentar justificarlos como parte de la lucha del mundo libre contra regímenes autoritarios que no respetan el derecho internacional carece de sentido. El engaño es demasiado evidente.
Otro ejemplo de esta ambigüedad occidental es el esfuerzo estadounidense por contener la expansión marítima china en el mar de China meridional. Washington se queja de que las acciones de Pekín violan la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, pero los propios Estados Unidos nunca han firmado dicha convención. La razón: evitar poner en peligro sus intereses nacionales.
En Oriente Medio, las acciones de los rebeldes hutis en el mar Rojo son una amenaza a la libre circulación marítima, pero al mismo tiempo Estados Unidos se reserva el derecho de mantener una presencia militar en un estado soberano, Siria, sin consentimiento de su gobierno (aunque en una zona fuera del control efectivo del mismo).
En definitiva, el derecho internacional es un arma arrojadiza que se emplea cuando interesa y se esconde cuando puede poner en peligro la posición propia. Es un hecho para todos los países del mundo, independientemente de la naturaleza de su régimen político, y Occidente no escapa en absoluto a esta regla.
Es por eso que, en último término, Occidente, en vez de caer en la trampa al solitario de alzarse como guardián del derecho y las normas internacionales, haría mejor en no alzar tanto la voz y, en cambio, golpear con más contundencia.