Los signos de decadencia del poder político democrático son perceptibles mucho antes de que la caída se produzca. Como todo fenómeno de decadencia, la evolución tiende a ser lenta, pero real. Así fue con Felipe González, que incluso llegó a ganar unas elecciones por márgenes muy ajustados antes de perder definitivamente el poder, cuando ya estaba en plena decadencia. Mucho más fulgurante fue la caída de Zapatero, si bien el momento iniciático fue muy claro: cuando salió al Parlamento para cumplir con el mandato y las presiones que desde la Unión Europea y EEUU le habían llegado porque recortara el desmesurado gasto e intentara equilibrar las cuentas públicas.
¿Cuáles son los indicios en el caso de Sánchez? En primer lugar la desconfianza y la escasa preferencia que la población siente por él. Según el mismo barómetro del CIS de abril, y por tanto, una fuente nada sospechosa de ser contraria al gobierno español, señala que el 68,5% de la población no le tiene nada o ninguna confianza y que sólo el 28,5% le tiene bastante o mucha. Esta última cifra es similar a la de los votantes que prefieren a Sánchez como presidente del gobierno central, sólo un 25.3%. Son valores que están claramente por debajo de la estimación de voto que hace el CIS, que otorga al PSOE el 31,5% de los votos. Tenemos, por tanto, un presidente falto de credibilidad y de confianza para la gran mayoría de la población.
La segunda línea de lectura hace referencia a la multitud de frentes que están abiertos y que no se cierran. El primero, ya desde el origen, con la oposición. Es cierto que ésta ha hecho lo imposible para crear un clima de conflicto, pero también lo es que quien tiene el poder tiene la máxima responsabilidad y potencial para conseguir atraer en momentos concretos a la oposición o al menos a parte de ella. Sánchez no ha ido por esta vía, sino toda la contraria, excitando aún más los ánimos con las polémicas en el Parlamento y emprendiendo una serie de leyes muy sensibles a base de imponer su mayoría de gobierno, que es más bien modesta. Es el caso de las leyes de enseñanza y de legalización de la eutanasia.
El segundo frente que tiene abierto es con su inestable mayoría de gobierno. Es evidente que su socio, Unidas Podemos, no facilita un modelo de convivencia porque está en los sitios con una perspectiva de partidismo que, forzosamente, sólo puede generar conflictos. Pero es que el resto de apoyos parlamentarios no sólo son heterogéneos, sino que como es lógico tienen intereses propios. Ahora mismo esta fragilidad es manifiesta porque Sánchez se encuentra solo en un tema tan importante como es qué hacer cuando se acabe el estado de alarma. Su idea de no hacer nada es contestada por casi todos los grupos y ha conducido al hecho inédito de que se produzcan declaraciones de partidos como ERC y Compromís diciendo que no tienen inconveniente en considerar la propuesta del PP de una legislación específica para sustituir el estado de alarma.
El tercer frente abierto es con jueces y fiscales, y en ambos casos por la misma razón: por la injerencia política por parte del gobierno. Ahora mismo el ministro de justicia se ha visto obligado por las presiones de la Comisión Europea a retirar la propuesta de ley para modificar la forma de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que ha desatado un verdadero conflicto en la inmensa mayoría de los jueces, que se tradujo en un insólito escrito de queja, de más de 2.500 de sus miembros, dirigido a la Comisión Europea para pedir que interviniera en defensa de la separación de poderes. También en el ámbito de los fiscales se está produciendo una posición cada vez más crítica con la ex ministra de justicia y fiscal general, Dolores Delgado, a consecuencia de sus nombramientos. Tanto es así que uno de los más polémicos, el de nombrar fiscal del Campo de Gibraltar a Javier Zaragoza, es una muestra del nivel de tensión que se ha llegado en este sentido.
El último frente abierto ha sido el de Ione Belarra, la ministra que ha sustituido a Iglesias en su ministerio, a causa de sus injustificados ataques a la iglesia. Cuando hace pocos días el Parlamento aprobó la ley de protección a la infancia sin polémicas y por una amplia mayoría, y por tanto en un insólito buen clima parlamentario, la ministra Belarra desde la tribuna y sin venir a cuento no pudo estarse de cargar contra la Iglesia acusándola de encubrir las agresiones a la infancia. Este hecho valió una dura respuesta por parte de la Conferencia Episcopal Española (CEE) acusándola de ensuciar su nombre, y a la que Belarra ha contestado a través de su jefe de gabinete con una carta dirigida al presidente de la CEE, el cardenal Juan José Omella, en la que insiste en sus argumentos. En paralelo, y como cobertura, el diario El País resucitó un intento de tiempo atrás, que se convirtió en frustrado, de crear algo así como un observatorio de los «abusos» de la iglesia con los niños. Lo insólito del caso no es que la Iglesia no tenga casos de pederastia con niños y niños, sino que se fije la atención sobre ella cuando es público y notorio que es un problema mucho más extenso en otros colectivos que, ni de lejos, son señalados ni se les pide que, como tales, adopten medidas para evitar entre sus miembros este tipo de prácticas. Cabe recordar que el cardenal Omella, además de presidir la CEE, es un hombre de confianza del papa Francisco y con una singular posición en la Santa Sede.
Esto explica la rápida intervención, lo que no ha sido habitual en el caso de España, del nuncio que ha salido al paso de la polémica y afirmó que nadie puede dudar de la credibilidad de la Iglesia, mientras que el cardenal Omella en su discurso de la asamblea plenaria de la CEE denunció la «imposición ideológica» y «las soluciones populistas» en plena crisis . El nuncio, por su parte, reiteró que apoya explícitamente la nota de los obispos, la que criticaba a Ione Belarra. Si Sánchez fuera un presidente de gobierno sólido, y mandara realmente sobre todos los ministros, es evidente que este tipo de asuntos, de guerras inútiles, no se producirían porque sólo multiplican las hogueras que rodean su bosque gubernamental.