Estas imprevistas elecciones generales parecen tener vida propia de modo que el acontecimiento toma dinámicas y temáticas que apenas estaban en la agenda inicial de los partidos y menos aún de la del PP, que se las prometía más felices de lo que de momento señalan la evolución de las encuestas.
No estaba en el guion inicial, pero los pactos con Vox han derivado el debate electoral no sólo en un plebiscito sobre el sanchismo, que lo es, sino sobre el mantenimiento de la hegemonía política y cultural de los feminismos plurales que, divididos por las políticas de Montero, ahora se han reconciliado ante el enemigo común y también como hemos visto en las extensas celebraciones de las semanas, en plural, del orgullo LGBTI+. Una dinámica esta última en la que cada vez toma más peso la ideología queer que es un enfoque político que rechaza que la sociedad esté organizada en torno a las categorías binarias del género y de la orientación sexual y afirma que este sistema binario hombre-mujer y lo que denomina la heteronormatividad es un factor de opresión del que hay que deshacerse.
Tanto unos como otros han logrado la hegemonía cultural y política, lo que se traduce en leyes y medidas extraordinariamente favorables para los grupos que las propugnan. Bajo el discurso de la no discriminación han ido generando un conjunto de privilegios como el de la inversión de la carga de la prueba que da a estos grupos un poderoso instrumento, dado que toda persona denunciada por ellos debe demostrar su inocencia en lugar de la regla general que establece lo contrario.
Se presenta como derecho de carácter universal lo que son legislaciones excepcionales incluso aquéllas que pueden parecer más normalizadas, como la del matrimonio homosexual. De los 193 estados representados en Naciones Unidas, sólo 35 lo tienen en su legislación, de los cuales 20 están concentrados en Europa.
O, por situar otra referencia, el debate todavía vive sobre la validez o no del concepto de violencia de género muestra todas sus contradicciones si se considera que en la actual presidencia española de la UE se producirá previsiblemente la aprobación de una directiva que obligará a su adaptación a todos los Estados miembros para defenderlas de este tipo de violencia, pero en ningún caso la denominación de esta normativa será la que se usa en España, sino que hace referencia a la violencia contra la mujer y a la violencia doméstica. De hecho, España es un país bastante excepcional en ese terreno. Una ley como la de la lucha contra la violencia de género que determina penas mayores para los hombres que para las mujeres en igualdad de delito, es inexistente en todas partes.
Pero el debate en estas elecciones se presenta en términos de considerar que todos estos elementos extraordinarios y otros son “derechos” de alcance universal. Y modificarlos está vetado. En este sentido, podría decirse que en nuestra política en la que toda ley puede ser modificada por la soberanía del parlamento, tiene una excepción en la legislación que afecta al feminismo, a la bisexualidad y a los transexuales, que sus defensores consideran que son normas que una vez establecidas no pueden alterarse. Es evidente que en estas condiciones la democracia se ve gravemente afectada porque la soberanía ya no radica en el parlamento sino en el dictado de unas determinadas minorías que definen sobre lo que puede legislarse y lo que no con independencia de la voluntad parlamentaria.
Toda esa dinámica ha superado ya muchos límites. Por ejemplo, medios de gran alcance reproducen en sentido positivo descalificaciones porque en determinantes ayuntamientos se constituyen concejalías de la familia en lugar de feminismos y cuestiones similares. Hacerlo es visto como una agresión. El País, y en gran parte también La Vanguardia, hacen bandera de estos extremos.
En realidad, lo que también se juegan son muchos ingresos procedentes de los recursos públicos, subvenciones, convenios de cientos de millones de euros de cada año, de puestos de trabajo que se dedican a todo este ámbito del género, de los feminismos, de las identidades sexuales LGBTI+, de los estudios e instancias normativas en la universidad, que emplean a múltiples especialistas en este terreno. Lo que está en cuestión, y eso es lo que alarma, es la posibilidad de que ese enorme pastel económico en aras de una ideología se reduzca.
También está en cuestión una gran oportunidad. Bildu la expresa mejor que nadie. Este partido que nunca ha condenado a ETA puede presentarse en estos términos y de esta manera revertir su historial «EH-Bildu no permitirá ni un paso atrás en los derechos del colectivo LGBTIQ+ y muestra su compromiso ante el odio». Esta organización que acoge sin vergüenza a odiadores por razón de la procedencia española de las personas, pueden levantar esa bandera que les sitúa en la otra posición, la de los defensores frente a los odiadores, no porque hayan pedido perdón de los errores pasados sino sencillamente porque defienden los derechos de los colectivos de las identidades sexuales. Este hecho también obvia, sobre todo por la socialdemocracia en crisis, la necesidad de plantear una alternativa económica al modelo vigente.
Esta que es la raíz de su situación crítica en toda Europa, pretende ser superada a base de arrinconar la cuestión de la mayor igualdad económica, por la de las igualdades de los feminismos y de las identidades sexuales.
De todo esto es de lo que van cada vez más estas elecciones.