De la concordia de la Transición a la crisis de Estado

La crisis de Estado ya está aquí. No es una amenaza lejana ni un ejercicio retórico de apocalípticos de tertulia: ha llegado, se está desplegando ante nosotros, y las consecuencias pueden ser muy serias para todos. Si fuéramos en otro tiempo, con menos frentes abiertos a escala internacional y sin el marco europeo y occidental que todavía pone algunos límites, las tensiones internas podrían haber tomado una forma mucho más peligrosa. Ahora, simplemente, se hacen de otra forma: con cicatrices institucionales en lugar de disparos.

Hace cuatro días conmemorábamos solemnemente los 50 años de la reinstauración de la monarquía. El relato oficial era simple y confortable: la Transición como éxito del diálogo, del consenso, de la concordia entre actores que venían de tradiciones muy distintas, pero que supieron encontrar un punto de encuentro. Todos muy contentos, mucha mirada emocionada al pasado y muchas apelaciones a la responsabilidad histórica.

El rey, en el discurso central del acto, recuperó este hilo: con un tono moderadamente admonitorio, pero claro, pidió mayor capacidad de entendimiento entre instituciones y partidos a partir del ejemplo de la Transición. Traducido: si entonces, saliendo de una dictadura, fuimos capaces de hablar, ¿cómo puede ser que ahora, en democracia consolidada, solo sepamos gritar? La respuesta del sistema político ha sido ejemplar en su sinceridad: nada, cero, ni caso. ¿Se acabó esa cultura? ¿Nadie se acuerda? ¿O quizás sí que se acuerdan, pero les molesta porque les limita las ganas de hacer la guerra todos los días?

Mientras, el Gobierno de Sánchez continúa a hachazos. Y el problema no es solo el ruido, sino donde caen los hachazos: sobre el cuerpo institucional del Estado.

¿No es un hacha monumental que el partido del gobierno impulse una manifestación ante el Tribunal Supremo para protestar contra una sentencia que inhabilita al fiscal general del Estado? No estamos hablando de una ONG indignada, ni de un colectivo ciudadano espontáneo: es el partido que controla la Moncloa.

Para remachar el clavo, las dos grandes figuras de la concentración son Baltasar Garzón, expulsado de la carrera judicial por haber delinquido, y la exministra de Sánchez y exfiscal general del Estado, Dolores Delgado, con un historial profesional lleno de sombras. Este es el cartel: los exguardianes de la rectitud institucional encabezando una protesta contra la decisión del Supremo. El mensaje está claro: «estamos aquí y no lo dejaremos pasar». Y, por si quedaba alguna duda, Sánchez lo remata anunciando con toda naturalidad que esto «ya lo resolverá el Tribunal Constitucional».

Aquí es donde la ironía se convierte en preocupación aguda.

Primero, porque no puede decirse que se acata una sentencia y, al mismo tiempo, proclamar a los cuatro vientos que el condenado es inocente. Esto no es respeto institucional, es un artificio verbal.

Segundo, porque se presenta al Tribunal Constitucional como una especie de supertribunal por encima del Supremo, cuando su función no es revisar condenas, sino controlar vulneraciones de la Constitución. En teoría. En la práctica, ya intervino de forma escandalosa en el caso de los ERE de Andalucía, tumbando una sentencia que afectaba a los principales dirigentes socialistas de la comunidad y concretamente a los dos últimos presidentes del PSOE, que pasaron de condenados por todas las instancias jurisdiccionales a absueltos por la gracia de Conde-Pumpido, el presidente del TC.

Tribunal contra tribunal, Parlamento contra Senado, Sánchez contra todos los que le contraríen. Con los ERE no ha pasado nada. El mayor escándalo de corrupción de la democracia ha quedado aparcado en un cajón, a la espera –si llega– de una corrección europea cuando ya haya pasado media vida política.

Es cierto que, cuando la polarización lo envenena todo, las responsabilidades son de todos. Pero en cualquier crisis de Estado, la responsabilidad mayor recae siempre en quien tiene más poder, y ahora es el gobierno.

Basta con mirar en que se han convertido las sesiones de control en el Congreso: un ritual semanal en el que el ejecutivo no responde a lo que se le pregunta, no da cuenta de nada y utiliza el turno para desacreditar a la oposición. El mecanismo constitucional pensado para que el gobierno sea fiscalizado se ha convertido en una tribuna para que el gobierno fiscalice e insulte a la oposición. Luego nos sorprende que el ciudadano vea el Parlamento como una algarabía inútil.

La cosa no termina aquí. Dado que el Senado tiene mayoría del PP, la Mesa del Congreso –donde el gobierno goza de una mayoría muy superior a su peso real– ha declarado la guerra a toda iniciativa que viene de la otra cámara. El resultado es que la presidenta del Congreso parece más una delegada de la Moncloa que la tercera autoridad del Estado. De esta forma se vacía de contenido otra pieza básica del sistema: la relación normalizada entre las dos cámaras.

Y después está el frente autonómico. Como muchas comunidades están gobernadas por el PP, el gobierno español ha decidido que el bien común puede esperar. El ejemplo más reciente es el aumento de sueldo de los funcionarios negociado por la vicepresidenta Montero. Los salarios públicos –y a menudo superiores a los del sector privado– subirán notablemente, pero la factura recaerá sobre todo en las autonomías, que son quienes pagan la mayor parte del personal. Con un sistema de financiación asfixiante y poco margen de maniobra, esto significa sacar recursos de otras partidas: servicios, prestaciones, inversiones.

¿Cómo es posible que se tome una decisión así sin un diálogo serio con las comunidades que deben asumirla? Pues es posible, porque el Estado lleva años tratando a las autonomías como sucursales, no como instituciones con legitimidad propia.

Si hacemos el recuento, el panorama es inquietante:

El gobierno está enfrentado con gran parte del Congreso y con la mayoría del Senado; con el Tribunal Supremo; con el Consejo General del Poder Judicial; con un número creciente de jueces; con muchas autonomías. El Constitucional entra en colisión con el Supremo; el Congreso bloquea el Senado; el gobierno utiliza la maquinaria del Estado contra otros gobiernos legítimos. Y por encima de todo esto, un rey que pide diálogo y consenso, como en la Transición, y que ve cómo su llamada se pierde en el ruido de la batalla partidista.

Esto tiene un nombre: crisis de Estado. No es solo una crisis de gobierno ni una crisis de partido. Es la ruptura, a cámara lenta, pero empeñada, de la confianza entre las instituciones que deberían sostener el sistema. La pregunta no es si esto tendrá consecuencias en la economía y en la vida cotidiana de la gente, sino cuándo y con qué intensidad. Y la respuesta, por desgracia, es que ya no puede tardar mucho.

Gobierno contra jueces, Congreso contra Senado, Estado contra autonomías… y un rey predicando el consenso en el desierto. ¿Alguien cree que esto no tendrá precio económico? #CrisisDeEstado #Democracia Compartir en X

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