La historia comparada tiene utilidad no porque los hechos se reproduzcan de forma mecánica —esto casi nunca ocurre—, sino porque los hombres que intervienen en la historia tienden a reiterar patrones de conducta. Y es precisamente en ese terreno, el de los comportamientos políticos, donde el paralelismo entre Junts y el Movimiento Republicano Popular (MRP) de la Francia de posguerra resulta tan sugerente como inquietante.
El MRP fue uno de los pilares fundamentales de la política francesa después de la Segunda Guerra Mundial y el eje vertebrador de la Cuarta República (1946-1958). Fundado en noviembre de 1944, poco después de la liberación de Francia, nació como el “partido de la Resistencia”. Sus dirigentes —Georges Bidault, Robert Schuman y otros— provenían directamente de la resistencia interior o del gobierno francés en el exilio de Londres. No eran políticos de circunstancia: eran figuras con autoridad moral, intelectual e histórica.
El MRP representó el intento de unir la tradición católica con los valores republicanos, ofreciendo una “tercera vía” entre el capitalismo liberal y el comunismo. Pese a su clara raíz en la democracia cristiana, evitaba esta etiqueta por no enajenar al electorado laico. Su proyecto era un profundo reformismo social, basado en el humanismo cristiano, la dignidad de la persona y la cohesión nacional.
El partido de la fidelidad
Durante los primeros años de la Cuarta República, el MRP fue absolutamente central. En 1947 se convirtió en el corazón de la Tercera Fuerza, una gran alianza de centro destinada a proteger el régimen republicano tanto de la extrema izquierda comunista como del gaullismo, entonces percibido como una amenaza plebiscitaria y autoritaria.
Sin embargo, su legado más duradero fue la construcción europea. Robert Schuman, una de sus figuras clave, impulsó la Declaración Schuman de 1950, que dio lugar a la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, embrión directo de la actual Unión Europea. Schuman, profundamente católico y de una espiritualidad discreta, pero sólida, es hoy venerable por la Iglesia, en la segunda fase de su proceso de canonización.
El MRP también defendió a la escuela privada católica mediante la Ley Barangé, lo que le enfrentó a menudo con sus aliados socialistas, más marcadamente laicos. Era, en definitiva, un partido de fidelidades cruzadas, capaz de sostener una alianza amplia mientras su función histórica estaba clara.
La decadencia: cuando la función se agota
A mediados de los años cincuenta, el MRP empezó a perder fuerza. Su base electoral era profundamente heterogénea: obreros cristianos, clases medias urbanas y conservadores rurales. Esa dualidad, que inicialmente había sido una virtud, se convirtió en una debilidad.
Las guerras coloniales —Indochina y, sobre todo, Argelia— dividieron profundamente al partido. Unos defendían la descolonización; otros, la continuidad de la “Francia de ultramar”. Pero el golpe definitivo llegó con el regreso de Charles de Gaulle en 1958. Ante el caos institucional de la Cuarta República, muchos votantes del MRP vieron en de Gaulle a un líder más fuerte, capaz de imponer orden, estabilidad y una nueva arquitectura institucional.
Con la instauración de la Quinta República, el sistema viró hacia un modelo presidencialista que hacía innecesario —e incluso redundante— un partido como el MRP. Su razón de ser había desaparecido. El partido se disolvió formalmente en 1967, aunque llevaba años cayendo en la marginalidad. Sus cuadros se dispersaron hacia el centroderecha o hacia la órbita de la democracia cristiana europea.
Simplificándolo, del MRP se decía que tenía electores de derecha, militantes de centro y dirigentes de izquierda. Esta combinación, sin una función clara en el nuevo régimen, acabó agotándolo.
El espejo de Junts
Sin forzar paralelismos —las diferencias son evidentes—, el caso de Junts presenta elementos inquietantemente similares. Procede de una tradición de resistencia: el catalanismo democrático, europeísta e institucional de la primera CDC de Jordi Pujol, con la experiencia de la clandestinidad y la reconstrucción de la Generalitat recuperada. Durante años, Junts —o su antecedente— actuó como punto de referencia del sistema catalán, articulando una gran alianza transversal.
También aquí hay una figura excepcional cuyo legado condiciona todo el relato posterior: Jordi Pujol, constructor de la autonomía, profundamente católico, pero con un perfil muy distinto al de Schuman. Cuando esa figura queda atrás, el partido entra en una crisis de sentido.
El independentismo rompe la alianza central al igual que la Quinta República quebró el equilibrio de la Cuarta. Junts queda atrapado entre el gesto y la nostalgia, entre la retórica de la resistencia y la incapacidad de construir una nueva función sistémica.
A partir de ahí, la demolición electoral puede venir por la derecha, como ocurrió con el gaullismo. Aliança Catalana puede jugar este papel, con todas sus limitaciones: no proviene de ningún pasado heroico, no tiene una visión de Estado comparable al gaullismo y basa su fuerza en un monocultivo temático -inmigración y conflicto cultural- con una mirada táctica y de corto plazo. Pero también es cierto que la Cataluña actual tiene horizontes más estrechos, lo que puede ser suficiente.
Si este escenario se consolida, el problema de Junts no será tanto la fuerza de Ripoll como sus propias incapacidades políticas, la pérdida de contacto con su electorado real y la confusión entre liderazgo personal y proyecto colectivo. Cuando un partido deja de saber por qué existe, la extinción no es un accidente: es un desenlace.
Cuando el liderazgo sustituye al proyecto, el final suele ser la marginalidad. #Junts #Democracia Compartir en X





