Convivir con los problemas

Ya hace un par de meses que no escribo nada en este blog que tan gratamente me brinda Converses. No tengo vocación de escritor, no sé demasiado, soy más de leer, y ya desde estudiante me arrastra el prejuicio de que todo se ha dicho, o todo se sabe, y que lo que me tocaba a mí era aprender. Ya sé que no es verdad ni la mejor actitud para ir por la vida. Pero explica en parte mi inclinación de autojustificarse una cierta falta de esfuerzo. Reconozco que escribir es un ejercicio mental magnífico aunque no seas escritor y, cuando te haces mayor, también es un ejercicio terapéutico.

Debo decir que durante estas últimas semanas he estado sumergido en problemas importantes del entorno más cercano, de aquel tipo de problemas que te llenan la cabeza y parte del tiempo disponible, sobre los que muy poco se puede hacer más que contribuir a mitigar el impacto doloroso de gestionarlos y soportarlos. Problemas como la decrepitud de la vejez, las roturas conflictivas de pareja, o las depresiones de larga duración son situaciones que te van cargando de piedras la mochila que, por pesada que sea, tienes que seguir arrastrando.

También hay problemas de este tipo en la vida colectiva. Hasta ahora eran el ejemplo típico los desastres naturales, los desbocamientos extremos de la naturaleza en forma de lluvias, vientos, tsunamis, incendios y sequías. Los humanos no podíamos hacer gran cosa cuando se producían. Podíamos dedicarnos a la previsión en forma de estudios o de acciones con efectos a largo plazo. Todos los estudios y políticas sobre la sobreexplotación del planeta son un ejemplo. Podíamos también dedicarnos a compensar o reparar con mayor o menor velocidad las consecuencias de los estragos. Las operaciones de reconstrucción después de grandes calamidades, financiadas a través de sistemas de seguro y solidaridad o simplemente avanzando keynesianamente dinero necesario. Parece mentida la capacidad que entre todos hemos construido para hacer frente a los grandes desastres.

Por desgracia, desde este año tenemos que añadir a estos estragos fenómenos nuevos como los de la pandemia. Este problema ha superado todas las dimensiones de los fenómenos precedentes. Por su magnitud, por su universalidad, por la transversalidad de las personas afectadas, por la inexperiencia y desconocimiento de las formas para combatirlo, por su duración. Por otra parte, mucho más difícil de gestionar, por el hecho de habernos convertido a todos en mucho más temerosos de nuestras relaciones con los demás, subvirtiendo nuestras tradicionales formas de convivencia.

Pronto pudimos comprender que nos vino como un alud. No sabíamos cómo enfrentarnos a su gran capacidad multiplicativa. Pero hemos tenido que convivir con él, y todavía estamos. Estamos aturdidos, como nos pasa con los grandes accidentes que nos vienen encima y que, como sociedad, no tenemos respuesta suficientemente preparada. Quisiéramos que para cada problema tuviéramos una solución a punto, pero de entrada tenemos que aceptar el convivir con él. Como en otras ocasiones, también en este caso con más o menos acierto, hemos movilizado cantidades inmensas de recursos para aminorar los efectos negativos del problema o acercarnos a su futura solución.

A esta actitud ahora se la suele llamar resiliencia, ser resiliente. Saber pasar de la aceptación de una situación traumática a la aptitud colectiva de superación. Quizás son mis raíces campesinas, actividad con un potente componente de aleatoriedad en los problemas que le afectan, las que me alejan de pasar los problemas a los demás o confiar en soluciones predeterminadas.

A esta actitud ahora se la suele llamar resiliencia, ser resiliente. Saber pasar de la aceptación de una situación traumática a la aptitud colectiva de superación. Clic para tuitear

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