Un año más, el pesebre oficial de Barcelona, el que directamente hace el Ayuntamiento, es motivo de escándalo y de indignación de una buena parte de los barceloneses.
La respuesta dada desde fuentes municipales de que si se quieren ver pesebres clásicos se puede acudir a otras instancias no es un argumento, porque la reclamación gira en torno al hecho de que se trata del pesebre público municipal de la ciudad y no del que hace esta o aquella asociación.
Desde que Colau está en la alcaldía, cada año, a pesar de las reiteradas protestas y peticiones de enmienda, se ha empecinado en provocar con pesebres que, por una razón u otra, ninguneaban en unos casos, generaban confusión en otras, o sencillamente degradaban lo que simboliza: la tradición de la Navidad que conmemora el nacimiento de Jesús.
Este es el hecho, y si Colau tiene unas tendencias anticristianas tan fuertes que no le permiten asumirlo, la solución es fácil: que el Ayuntamiento no haga el pesebre y así, si bien no lo conmemorará, tampoco molestará a los barceloneses.
En esta ocasión el mensaje ideológico del pesebre es más evidente que otras veces: lo ha enviado al trastero; aquello que se guarda para usarlo en alguna ocasión mientras el polvo se lo come.
La presencia de la coalición socialista y la incrustación de una persona del partido de Units per avançar, una de las varias fracciones en que se dividió la disuelta Unió Democràtica, no ha resuelto el problema de la fobia de Colau hacia el hecho cristiano. Esta actitud de la alcaldesa contrasta rotundamente con su sensibilidad para felicitar respetuosamente a la comunidad musulmana en cada una de sus grandes celebraciones anuales.
Con todo, falta un dato crucial: conocer cuánto ha costado la broma de las cajas amontonadas en medio de la plaza de Sant Jaume.