Católicos y antifascistas

El miércoles veinte de enero por la tarde respiramos tranquilos. Las imágenes del asalto al Capitolio de Washington nos habían sobrecogido y sobrepasado. Vimos lo increíble. Desde el 20 de enero respiramos.

La reciente muerte del actor que interpreta al barón von Trapp, el canadiense Christopher Plummer, en Sonrisas y lágrimas (1965) me ha hecho recordar la escena en la que arranca el trapo nazi de la cruz ganchuda. Un noble austríaco no puede tolerar esa profanación en su casa. Algo parecido dijo el padre Jesús Granero, rector del colegio jesuita del Palo, en el invierno de 1939. Nosotros seguimos la cruz de Cristo, no la cruz ganchuda. Fue desterrado a Canarias.

Desde pequeños nos fuimos haciendo antifascistas, en sentido estricto.

No lo sabíamos, pero así era cuando conocíamos el arrojo e idealismo de los héroes que leíamos y veíamos en El cetro de Ottokar o en el Capitán Trueno, héroes antifascistas, aunque no se les llamara así, pues no entraba en el guion. Ellos nos fueron educando. Nos vacunaron contra el retroceso. Borduria no era nuestro paraíso. Sabíamos que éramos católicos, pero sólo más tarde supimos que íbamos creciendo antifascistas.

Más tarde fue Casablanca o aquel memorable discurso de Charles de Gaulle desde Londres, que casi nadie escuchó el 18 de junio de 1940, pero que nos sabíamos de memoria: “Francia ha perdido una batalla, pero Francia no ha perdido la guerra (…) he aquí por qué invito a todos los franceses donde quiera que estén, a que se unan a nosotros en la acción, el sacrificio y la esperanza. Nuestra patria está en peligro de muerte. Luchemos para salvarla”. En realidad, no todo esto se escuchó en los discursos de junio, hubo que esperar a los carteles, que hoy encuentras en todas las esquinas de las ciudades francesas, para leer el comienzo.

El descrédito de la ilusión comunista llegó antes o después, cuando ya estábamos vacunados, pero llegó. Más vale desengañarse que vivir engañados. Los católicos no tenemos una solución única ni un comportamiento que podamos proponer en cuanto católicos (en tant que catholiques), aunque como católicos (comme catholiques) sí buscamos contribuir al bien común, de forma plural, pero sin inhibiciones. Es nuestra hora, no podemos saber si es tarde, pero sí que es nuestra hora.

Así lo entendió Joe Biden cuando a sus setenta y siete años presentó su candidatura para la presidencia de los Estados Unidos. Había que reconciliar aquella sociedad, había que coser los rotos que se habían producido. Si uno mira el mundo y va tomando nota se da cuenta de que algo, mucho, se puede hacer. Pero, hay que hacerlo. En la llamada “era del enfrentamiento” los católicos podemos ayudar a coser.

En este momento, son católicos Joe Biden, presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, António Guterres, secretario general de Naciones Unidas, Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión europea, Davide Sassoli, presidente del Parlamento europeo, Sergio Mattarella, presidente de la República italiana, y, por supuesto, Jorge Mario Bergoglio, hoy sin duda el más relevante líder mundial al servicio del bien común.

Alguna responsabilidad global tenemos los católicos para reducir enfrentamientos y para servir al bien común. Algo podemos hacer para anteponer a los intereses, por legítimos que sean, y a los equilibrios contractuales, por oportunos que sean, los pactos de la fraternidad. Ésta no es un bello sueño que se declama líricamente sin coste. La fraternidad exige trabajo paciente y oscuro para llegar a pactos sólidos, aunque no sean brillantes, aunque sólo sean provisionales o parciales. Se trata de ir creando procesos de alianza que hagan imposibles los retrocesos injustos.

En Fratelli tutti (octubre de 2020) Bergoglio ha propuesto un programa de fraternidad y amistad social. Una y otra se interpretan y se alimentan. La primera es de raíz evangélica, la segunda aparece en la aristotélica Ética a Nicómaco que desde 1548 se enseñó en los colegios jesuitas. Algo podemos hacer en la geopolítica actual. Lugares no nos faltan. Entonces Mesina, Roma, Goa, hoy Saint-Joseph de Beirut, Georgetown, Tokio. Hay una geopolítica católica posible. Se trata de descubrirla. Bergoglio no quiere retrocesos.

En 1948 Albert Camus fue invitado por el dominico Jean-Augustin Maydieu para hablar sobre “el no creyente y los cristianos”. Algunas notas fueron publicadas, son muy conocidas. Camus se excusó por dirigirse a personas cuyas convicciones no compartía y a quienes agradeció su generosidad. Desde el comienzo deja claro: “si me permito, al final de esta conferencia, reclamar de ustedes algunos deberes, no podrá tratarse más que de deberes que se deben exigir a todos los hombres en la actualidad, sean cristianos o no” y casi al final afirma: “sólo puedo hablar de lo que sé. Y lo que sé, y que constituye a veces mi nostalgia, es que, si los cristianos se decidieran, millones de voces –millones de voces, oigan bien– se unirían en el mundo a un grito…”. El mundo grita y los católicos pueden escuchar ese grito. Podemos.

Hoy la actuación es urgente ante quienes quieren romper, dividir, enfrentar, asaltar los espacios comunes y compartidos; retroceder, en una palabra. Hay quien propone otro retroceso a los años fascistas, a los nacionalismos exacerbados, a los populismos destructores, a la dialéctica amigo-enemigo a que todo queda reducido en el espacio público. Hay quien prefiere que todo vaya mal, incluso peor que mal, simplemente peor. Hay quienes eligen enfrentar, mentir y provocar. Son los partidarios de las malas soluciones, los partidarios de la estúpidocracia, a la que llaman también “politique du pire”.

Biden aporta “convicciones, inteligencia y experiencia”. Así lo ha resumido Josep M. Carbonell en <catalunyaplural>. Para Biden su fe católica nutre su acción y le acompaña en los vericuetos de la vida. La convicción constitucionalista, de primacía de los procedimientos legales establecidos, le llevó a calificar el asalto al Capitolio de Washington como “terrorismo doméstico”. Pero es que Biden además aporta sabiduría, la que sólo se alcanza con los años y que permite ser clarividente y enérgico, también compasivo y bondadoso. A cierta edad esos valores ya no están enfrentados.

El católico Biden comenzó su servicio como presidente de los Estados Unidos tras asistir a la eucaristía en la catedral de San Mateo Apóstol, en Washington. Presidió la misma el jesuita Kevin O’Brien, rector (presidente, se dice allí) de la Universidad de Santa Clara en California (¡geo-política!), quien en la homilía dijo: “queréis fundamentar este día [de inicio de la presidencia] en vuestra fe, en las oraciones y en los rezos familiares de esta celebración” (…) “y con humildad y esperanza pedís a Dios bendición y protección, fuerza y coraje para servir a nuestro país”. En la eucaristía se había leído al profeta Isaías (capítulo 58: 6-11), la carta paulina a los Filipenses (capítulo 4: 4-9) y el evangelio según san Lucas en que se presenta el ministerio público de Jesús en la sinagoga de Nazaret (capítulo 4: 16-22). Todas fueron palabras inspiradoras para el comienzo de su “ministerio” como presidente de los Estados Unidos de América: servir.

O’Brien concluyó su homilía, que merece la pena leer íntegramente, con el citado texto paulino: “El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias… y entonces el Dios de la paz estará con vosotros”.

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1 comentario. Dejar nuevo

  • Sorprendente artículo que pone en un mismo saco a Biden y a ¿Bergoglio? ¿no querrá decir al Papa Francisco?. De Biden ni media palabra de la promoción del aborto que hizo…¡en su primer dia de mandato! Como si esta cuestión fuera la fundamental. Podría extenderme, pero no vale la pena. Para mi, este bonito proyecto de Converses per Catalunya hoy ha acabado. Gracias por intentarlo. (No, no es cuestión de aceptar o no todas las opiniones, es otra cosa).

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