Un año después de la DANA, todo sigue igual. Las cicatrices del paisaje y las de la burocracia se confunden, y si hoy el cielo volviera a abrirse con la misma furia, los daños serían similares, sobre todo los materiales. Habría menos víctimas mortales —el absurdo retraso de la alerta no se reproduciría—, pero el drama material, económico y emocional, en parte de las víctimas, sería sin duda el mismo.
Esto es ya una primera lección: en España, el tiempo pasa, pero el sistema no cambia.
La reconstrucción sigue siendo lenta, desequilibrada, y a menudo humillante para los afectados. Los ayuntamientos aguantan como pueden, la Generalitat sin lograr un buen resultado, lo hace mejor que el Gobierno central que lo observa desde la lejanía madrileña y la burocracia central, y sobre todo unos políticos más atentos en señalar la paja en el ojo del otro que ver la viga en el propio.
La falta estructural: un país sin rendición de cuentas
Pero el verdadero problema es más profundo. Cada gran catástrofe –natural, sanitaria o institucional– encuentra siempre el mismo escollo: la ausencia de rendimiento de cuentas. En España no existe la cultura de examinar los errores, aprender, mejorar.
Después de cada desastre, llega la rueda de prensa, la frase hecha (“hemos aprendido mucho”) y el silencio administrativo. Ningún informe independiente, ninguna auditoría pública, ninguna comisión parlamentaria con expertos, ningún libro blanco.
La política española vive anestesiada por una irresponsabilidad colectiva. Los gobiernos, obsesionados por la imagen y no por el servicio, confunden el bien común con el bien del partido. Y la oposición, como tampoco quiere verse en el espejo, se calla.
La gran lección olvidada de la Covid
La pandemia fue la prueba definitiva. Un país cerrado, el Parlamento silenciado, los derechos constitucionales suspendidos con una naturalidad que haría temblar a cualquier demócrata.
¿El resultado? Más muertes por millón de habitantes que la mayoría de Europa, una economía hundida y escándalos de corrupción que aún supuran, como el de las mascarillas.
¿Y qué ocurrió después? Nada. Ni libro blanco, ni informe de expertos, ni conclusiones. El Gobierno Sánchez no quería revisar un desastre que le dejaría en evidencia. Pero la oposición tampoco: algunas comunidades, como Cataluña y Madrid, aplicaron cribas por edad, y preferían callar. De esa falta de transparencia ha nacido un hábito: la impunidad como política de Estado.
Y como símbolo de ese absurdo, hoy uno de los principales responsables de la gestión sanitaria fracasada, Salvador Illa, es presidente de la Generalitat. La política española tiene una memoria inversa: premia a los errores.
Repetir la historia: DANA, apagones, incendios
Las mismas disfunciones vuelven una y otra vez con el mismo guion.
Los fondos europeos Next Generation, que debían reconstruir y transformar, han quedado atrapados en el laberinto burocrático. La mayoría de proyectos ni siquiera se han ejecutado.
El SEPE, símbolo del servicio público, ha pasado de la atención personalizada a la cita previa imposible.
Y cuando llega una nueva catástrofe, esperamos milagros de las mismas instituciones que hace años funcionan como una máquina estropeada.
¿El ejemplo más reciente? El gran apagón eléctrico. Todavía no se sabe lo que pasó. Las versiones del Gobierno y Red Eléctrica son contradictorias. Lo único claro es que el coste de prevenir otra ya la estamos pagando nosotros, en la factura de la luz. Así es como funciona España: cuando el Estado falla, el ciudadano paga.
¿Y los incendios? Este verano, el fuego arrasó a miles de hectáreas mientras los gobiernos se peleaban por las competencias. Se dice que «los incendios de verano se apagan en invierno», pero este invierno no se ha apagado nada: ni la descoordinación ni la ineficiencia.
Un Estado que no aprende
Pasada la tormenta, vuelve la indiferencia. Cada drama nacional —DANA, Covid, gran apagón, incendios— es seguido de una misma sucesión: titulares, excusas y olvido.
El problema no es la catástrofe, sino la rutina de la incompetencia. Tenemos unos dirigentes que ni planifican, ni ejecutan, ni aprenden. Unos políticos que han convertido el error en rutina y su irresponsabilidad en ideología.
Y, lo que es peor, una ciudadanía demasiado resignada, que no exige ni transparencia ni responsabilidad.
Mientras esto no cambie, cualquier nueva emergencia —sea una DANA, una pandemia o una crisis energética— nos encontrará, como siempre, desprotegidos, descoordinados y desinformados.
El país seguirá esperando milagros de una administración que no cree ni en Dios ni en la eficiencia. Y el milagro, en estas condiciones, no suele llegar.
Sin rendir cuentas, no hay futuro: sólo repetición de errores. #DANA #Covid #NextGeneration Compartir en X





