Catalanismo, nacionalismo, independentismo. Han desintegrado los cimientos y ahora lloran

La base de la Cataluña moderna y contemporánea está en el catalanismo político, surgido a la vez del catalanismo cultural. Éste se basaba en la recuperación reimaginada del pasado, con el objetivo de dotar de continuidad histórica a un pueblo definido por su lengua, cultura y un sistema jurídico propio.

Este sistema incluía no sólo un derecho civil, sino también público, como expresaban las Constituciones Catalanas, que no eran simples excepciones a unas normas generales como es el fuero, sino el marco normativo que regía Cataluña hasta 1714, cuando el Decreto de Nueva Planta, impulsado por Felipe V, de la nueva dinastía borbónica, sustituyó a las instituciones tradicionales ligadas a los Habsburgo.

El catalanismo político se desarrolló hasta alcanzar tal madurez que logró convertirse, tanto desde la derecha como desde la izquierda, en la fuerza hegemónica de la política catalana. La Liga catalana de Enric Prat de la Riba y Francesc Cambó, así como Esquerra Republicana de Cataluña de Francesc Macià y Lluís Companys, representaron esta evolución del catalanismo cultural hacia la acción política. Fue, sobre todo, la Lliga quien, a través de la Mancomunitat de Catalunya, tradujo este pensamiento en realizaciones políticas concretas.

El catalanismo era la raíz común de estas formaciones y el eje determinante de la política catalana. Incluso el Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC), alineado con el comunismo, se mantuvo dentro de esta órbita política, a pesar de las tensiones con el Partido Comunista de España (PCE).

Durante el franquismo y la clandestinidad, esa orientación política persistió casi desde el inicio, pese a la dura represión, que duró hasta principios de los años 60. Posteriormente, aunque la persecución judicial y policial continuó, fue menos severa. Esto permitió que, en los preludios de la Transición, reaparecieran públicamente las principales corrientes políticas: el PSUC, el Movimiento Socialista de Cataluña (que después se integró como federación del PSOE en el PSC) y Unió Democràtica de Catalunya, miembro de la Internacional Demócrata Cristiana, así como Jordi Pujol y su fuerza cívico-política.

Estas fuerzas compartían un denominador común: el catalanismo político, fundamentado en una interpretación del catalanismo cultural según distintas orientaciones ideológicas. Esto permitió que, a pesar de las transformaciones sociales y culturales derivadas de las migraciones después de la Guerra Civil, Cataluña lograra una integración progresiva de los nuevos ciudadanos. Pese a la prohibición del catalán y su relegación a ámbitos limitados, se fraguó un imaginario colectivo que incorporó a estos nuevos catalanes. Francesc Candel describió este fenómeno en su obra Els altres catalans.

Sin embargo, el contexto actual es distinto. En el siglo XXI, no ha surgido un equivalente a la obra de Candel para las nuevas oleadas migratorias, lo que refleja la incapacidad del independentismo liderado por Junts per Catalunya y Esquerra Republicana para generar cohesión social. Este independentismo no sólo ignoró los fundamentos históricos del catalanismo, sino que construyó un proyecto artificial, carente de análisis social y económico, que desatendió las necesidades reales del país. Fue una ilusión que, aunque fulgurante, carecía de bases sólidas, como evidencia su rápido declive.

La Assemblea Nacional Catalana (ANC) ha reconocido en su último documento que la independencia no es vista como un objetivo a corto plazo por la población, sin aclarar qué entiende por corto. Sin embargo, esta reflexión llega tarde y omite una autocrítica sobre la inviabilidad del proyecto independentista tal y como se planteó, basado en el apoyo de una parte de la población y dependiendo del apoyo logístico y político de los partidos independentistas.

El problema actual de Cataluña no es la independencia, sino su subsistencia. A diferencia de los años 50 del siglo pasado, cuando las familias catalanas mantenían viva la lengua y la cultura en la intimidad del hogar, hoy no existe esa fuerza en suficiente medida, porque la cultura de la progresía ha eliminado esta dimensión familiar. No existe un horizonte común que articule tradición, costumbres y cultura. Aunque Catalunya dispone de autogobierno, éste no ha servido para reconstruir el país ni bajo el mandato de Esquerra, marcado por un sectarismo ideológico, ni con el actual gobierno del PSC, demasiado alineado con las directrices de Madrid.

Urge recuperar los fundamentos que hicieron de Catalunya una sociedad cohesionada y exitosa, no para rememorar un pasado imposible, sino para construir un futuro basado en sus tradiciones adaptadas a las condiciones del presente. El siglo XXI ha sido, hasta ahora, un período de declive continuado para Cataluña. Es el momento de construir el consenso democrático por Cataluña, que revitalice las bases culturales, sociales y económicas del país, y traduzca el esfuerzo en términos políticos y lo prepare para afrontar los retos de nuestro tiempo.

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