Menos mal que nos gobiernan los socialistas, ERC y els comuns, viendo la cantidad de reuniones, pactos solemnes, fotografías institucionales y declaraciones con gravedad que se han ido acumulando en los últimos tiempos. Nunca se había hablado tanto del sinhogarismo. Nunca se habían hecho tantos encuentros para abordarlo. Y, sin embargo, nunca había habido tanta gente durmiendo en la calle.
Recientemente, los alcaldes de las principales ciudades catalanas, sobre todo del ámbito metropolitano, se reunieron por iniciativa de la síndica Esther Giménez-Salinas, con la presencia del alcalde de Barcelona, Jaume Collboni, y de la consejera de la Generalitat, Mònica Martínez Bravo. El objetivo: impulsar un pacto de país para reducir el sinhogarismo.
Naturalmente, todo el mundo estaba de acuerdo. Nadie discrepó. Nadie dijo que no fueran necesarios más recursos ni más coordinación. Era una de esas reuniones donde el consenso es tan absoluto que roza la unanimidad litúrgica.
Una reunión magna, de esas que dan tranquilidad institucional.
Estaban representadas ciudades como Barcelona, Mataró, Manresa, Gavà, Sant Adrià del Besòs, Rubí, Prat de Llobregat, Sant Boi, Martorell, Vic, Ripollet o Masnou, y también —aunque no siempre se mencione— municipios como L’Hospitalet de Llobregat, Cornellà, Badalona, Terrassa. Una reunión magna, de esas que dan tranquilidad institucional. El país, de nuevo, parecía estar en buenas manos.
La paradoja de este encuentro es doble, y no menor.
Por un lado, hace más de dos años que duerme en los cajones del Parlament una iniciativa legislativa popular impulsada por entidades tan poco sospechosas de frivolidad como Cáritas o San Juan de Dios. Una propuesta aceptada por todos los partidos, sin ninguna discrepancia relevante, y que, sin embargo, acabó exactamente donde terminan muchas cosas importantes: en el cajón de las buenas intenciones eternas. Ese cajón que se abre muy poco y solo para comprobar que todo sigue igual.
El pasado junio, la Corriente Social Cristiana volvió a poner el tema sobre la mesa en una reunión con el presidente Illa. Se pidió explícitamente que el grupo socialista en el Parlament, con el impulso del Gobierno, activara de una vez por todas la ley. Hubo palabras amables, gestos de comprensión, pero no se movió un solo papel. Y así seguimos.
Mientras, la realidad avanza sin esperar ninguna reunión. Las personas que viven en la calle se han multiplicado. Según el último recuento de la Fundación Arrels, en Barcelona ya son 1.982 personas, prácticamente 2.000. Solo en Barcelona. Es cierto que la capital concentra más sinhogarismo que otras ciudades catalanas, pero el fenómeno se extiende por toda el área metropolitana.
No hay rincón de la ciudad en el que el problema haya retrocedido.
La evolución es especialmente reveladora. En Sants-Montjuïc se ha pasado de 209 personas en 2023 a 489. En el Eixample, de 302 a 389. En Sant Martí, de 198 a 335. Y así, con menor o mayor intensidad, en todos los distritos sin excepción. No hay rincón de la ciudad en el que el problema haya retrocedido. Ninguno.
Este es el verdadero drama: una ley urgente que duerme, autoridades que convocan reuniones para volver a plantear lo mismo, comisiones de expertos que analizan un fenómeno ampliamente estudiado y del que ya se sabe qué funciona. Porque, en este ámbito, casi todo está inventado.
Otras ciudades europeas lo han hecho: recursos suficientes, vivienda primero, acompañamiento social estable y coordinación real. Y, sobre todo, escuchar a las entidades que llevan décadas trabajando y que conocen el terreno mejor que cualquier despacho.
Pero no. Los partidos buscan protagonismo, las burocracias hacen su trabajo —que en este caso consiste en complicar lo urgente— y el problema se enreda. Mientras, la gente sigue durmiendo en la calle.
Y aquí aparece el escándalo más difícil de tragar.
Al tiempo que crece el número de personas sin un lugar mínimo donde descansar con dignidad, la mayoría de ayuntamientos metropolitanos, empezando por el de Barcelona, tiran la casa por la ventana para celebrar la Navidad. Iluminaciones espectaculares, actos solemnes, decoraciones costosas. Solo el alumbrado del edificio de la plaza de Sant Jaume ha costado cerca de un cuarto de millón de euros por unos días. Literalmente escandaloso.
Todos, con mayor o menor intensidad, prefieren iluminar fachadas que resolver vidas rotas.
No es un caso aislado. L’Hospitalet juega también a la iluminación. Y Badalona. Y Mataró. Y El Prat. Y Cornellà. Y Gavà. Y Castelldefels. Puntos suspensivos. Todos, con mayor o menor intensidad, prefieren iluminar fachadas que resolver vidas rotas.
El Evangelio habla de los sepulcros blanqueados: blancos por fuera, carcomidos por dentro. La metáfora es incómoda, pero exacta. La hipocresía institucional consiste en proclamar que no hay recursos suficientes para garantizar un techo digno mientras se gastan cantidades ingentes en decoración festiva. Navidad como escenografía, pobreza como paisaje inevitable.
Hemos olvidado que la mejor manera de celebrar la Navidad es ayudar a quienes más lo necesitan. En lo personal, cada uno puede hacer poco, pero la suma de pequeños gestos construye montañas. Ahora bien, quienes realmente tienen capacidad de respuesta son los ayuntamientos y, sobre todo, la Generalitat. Y lo que hacen, con demasiada frecuencia, no es tanto ayudar como reunirse, crear comisiones y aplazar decisiones.
La ley, que debía ser urgente, lleva dos años esperando. Y mientras espera, la ciudad se llena de luces… y de personas durmiendo en la calle.
Barcelona tiene ya casi 2.000 personas durmiendo en la calle mientras la ley contra el sinhogarismo duerme en un cajón. #Sinhogarismo #Barcelona Compartir en X





