El conflicto abierto en Badalona a raíz del desalojo de cerca de 400 personas de las naves conocidas como del B9 no es un accidente, ni un error puntual, ni siquiera una simple consecuencia de una decisión judicial. Es, sobre todo, el síntoma visible de un profundo, transversal y sostenido fracaso institucional en el tiempo. Un fracaso que comienza en el Ayuntamiento de Badalona, pero que se extiende sin esfuerzo a la Generalitat, al Área Metropolitana, a la Diputación de Barcelona y, en última instancia, al propio gobierno español.
El alcalde de Badalona, Xavier García Albiol, gobierna con mayoría absoluta bajo las siglas del PP y nunca ha escondido su política dura para con la inmigración irregular y los asentamientos. Lo ha vuelto a dejar claro afirmando que no dará alternativa de vivienda a «ocupas irregulares que han venido a delinquir, a cometer actos incívicos y a generar problemas de convivencia «. El discurso es contundente, directo y conecta con una parte nada despreciable de la población. Pero el problema no es solo lo que dice Albiol, sino el vacío que deja detrás de él, todo el entramado institucional que, teóricamente, debería entrar en acción cuando un municipio se ve desbordado.
Porque desalojar a 400 personas no es una gestión municipal ordinaria. Es una emergencia social de primer orden. Y pretender que un ayuntamiento como Badalona —con tensiones sociales estructurales y recursos limitados— lo afronte en solitario es, al menos, una irresponsabilidad política.
Los hechos lo ilustran bien. Cuando un grupo de estas personas intentó encontrar refugio provisional en la parroquia de Nuestra Señora de Montserrat, se produjeron protestas vecinales para impedirlo. La escena es reveladora: una parte de la ciudad percibe a estos inmigrantes como una amenaza, no como personas en situación límite. Y esa percepción no nace de la nada. Los conflictos asociados a la inmigración masiva y descontrolada no se dan en los barrios acomodados de Barcelona ni en las zonas de alto poder adquisitivo. Se concentran allí donde la población autóctona ya vive en el límite, con problemas de vivienda, de rentas y de convivencia.
Aquí es donde aparece el factor más incómodo: no todos los inmigrantes generan conflicto, ni mucho menos. La mayoría no lo hace. Pero una minoría bastante visible, a menudo vinculada a okupaciones, incivismo o delincuencia, acaba estigmatizando a todo el colectivo. A esto se añade un choque cultural real, que no se resuelve con eslóganes: usos distintos del espacio público, relaciones desiguales con las mujeres, dinámicas de convivencia incompatibles con la vida comunitaria en los edificios. Cuando la inmigración es masiva y sin control, sin mecanismos de acogida e integración, el conflicto no es una excepción, sino lógica consecuencia.
Sin embargo, la autoridad pública no puede limitarse a hacer cumplir la ley. Debe hacerlo garantizando la dignidad inherente de cada persona, independientemente de su situación administrativa. Esta dignidad no procede de los papeles, sino del hecho de ser humano. Y aquí es donde la política catalana -y española- hace aguas.
Parte de los desalojados del B9 trabaja y tiene ingresos. El problema es que estos ingresos son insuficientes para acceder a un mercado de alquiler absolutamente desbocado. No hablemos ya de un piso, sino de una habitación. La crisis de vivienda, agravada durante los años de gobierno de Pedro Sánchez, ha convertido la precariedad residencial en un callejón sin salida.
Ante esto, la consejera de Derechos Sociales, Mònica Martínez Bravo, envió una carta al alcalde reclamando la reapertura del centro de acogida de Can Bofí Vell, cerrado hace un año. El centro tiene capacidad para unas 50 personas. Es decir, un parche. Y encima, sin compromisos claros de financiación ni de apoyo estructural. La actitud de la Generalitat —exigir, prometer ayuda genérica y desentenderse del grosor del problema— es parte del conflicto, no de la solución.
La pregunta, entonces, es inevitable: ¿para qué sirven los gobiernos? ¿Para qué sirven los Consejos Comarcales, la Diputación de Barcelona, con recursos abundantes, o el Área Metropolitana de Barcelona? Todas estas instituciones parecen especialistas en no intervenir cuando la realidad es incómoda.
El caso de Badalona no es una anomalía. Es un adelanto de lo que ocurre en Barcelona. En la capital, el número de personas sin hogar crece sin control. Los ejes comerciales denuncian la inacción municipal. Y el Ayuntamiento de Barcelona, gobernado por el PSC, afirma que ya no puede invertir más… mientras se gasta 250.000 euros en iluminar la fachada de la plaza Sant Jaume en Navidad. ¡Prioridades!
No es casual que en el último pleno municipal se haya producido una alianza insólita -Junts, BComú, ERC y PP- para pedir la creación de 10 centros para personas sin techo, con la oposición frontal del PSC. No quieren oír hablar de ello, ni en Barcelona, ni en la Generalitat, ni en la coordinación entre ambas administraciones.
Con el escándalo añadido de una ley para hacer frente al sinhogarismo que hace dos años que duerme el sueño de los justos en el Parlament de Cataluña, después de que la mayoría de partidos celebraran su entrada en el Parlament como fruto de una iniciativa popular. ¿No es hipócrita todo esto?
Aquí está el problema de fondo: ante una emergencia social, no se adoptan políticas de emergencia. Se deja que la bola de nieve crezca, polarice y enquiste el conflicto. Ocurrió con la vivienda. Ocurre ahora con el sinhogarismo. Y pasará con todo lo que combine sueldos bajos, precios imposibles e inmigración irregular utilizada como motor estadístico del PIB, aunque después el reparto sea obscenamente desigual.
Badalona no es el problema. Es el espejo. Y lo que vemos no es halagador.
Desalojar a 400 personas no es gestión municipal, es una emergencia de Estado. #Badalona Compartir en X





