El 15 de octubre de 2025, Barcelona despertó con un aire cargado y un horizonte de incertidumbre para unos y de sorpresa para la mayoría. Lo que debía ser una jornada de huelga general “por Palestina” se convirtió en día de conflictos, altercados, actos vandálicos y todo lo posible para hacer inviable el funcionamiento de la ciudad.
La paradoja, si puede decirse así, es que el alcalde es una de las autoridades que apoyan lo sucedido en Barcelona. Los ciudadanos, una vez más, quedaron atrapados en medio del caos, observando cómo pequeños grupos radicales convertían las calles en un campo de batalla, mientras el poder político miraba hacia otro lado.
Del clamor al desorden
Convocada por una decena de sindicatos y colectivos propalestinos —entre ellos la CGT y el Sindicato de Estudiantes— bajo el lema “Parem per Palestina”, la huelga pretendía exigir el fin de los ataques a Gaza y la ruptura de relaciones diplomáticas con Israel. Pero la jornada, con escaso seguimiento laboral, derivó rápidamente en una sucesión de actos violentos que dejaron una ciudad paralizada y herida.
Los primeros incidentes aparecieron a primera hora. A las siete de la mañana, pequeños grupos cortaban la Ronda Litoral y la AP-7, bloqueando el acceso a Mercabarna y colapsando los accesos metropolitanos. Camiones parados, conductores exasperados, y la sensación de que la ciudad empezaba el día secuestrada por unos pocos. Los Mossos d’Esquadra desplegaban efectivos preventivos, pero sus actuaciones parecían más simbólicas que efectivas.
El fuego llega al corazón de la ciudad
Hacia el mediodía, los piquetes se trasladaron al centro. En la plaza Universidad, los estudiantes levantaban pancartas, mientras grupos encapuchados lanzaban pintura contra sucursales bancarias de la calle Aragó y Eixample. En el paseo de Sant Joan, los bomberos debían intervenir para apagar varios contenedores quemados. El paisaje recordaba demasiado otras jornadas negras de la ciudad.
A las seis de la tarde, la concentración principal comenzaba en la estación de Sants. Según la Guardia Urbana, unas 15.000 personas se congregaron, aunque los convocantes elevaban la cifra hasta 50.000. La marcha avanzaba entre gritos de Palestina libre y Boicot a Israel, pero también con proclamas mucho menos pacíficas: Barcelona será la tumba del sionismo.
El paso hacia el consulado israelí fue la chispa. Barricadas improvisadas, contenedores en llamas, y una lluvia de piedras contra restaurantes de comida rápida como McDonald’s y Burger King, acusados de “colaborar con Israel”. Los cristales rotos, las llamas y el olor a humo fueron la tónica de una tarde que se convirtió en noche de caos.
Noche de barricadas
Entre las ocho y las once, los incidentes se trasladaron hacia plaza España y Paralelo. Los Mossos, desbordados, utilizaron gas pimienta y cargas de racimo. Docenas de comercios vieron sus escaparates rotos; algunos pequeños establecimientos fueron saqueados. Un supermercado del Poble-sec quedó completamente destrozado. A la misma hora, la Ronda Litoral todavía sufría cortes intermitentes. El fuego de los contenedores quemados teñía el cielo de un naranja siniestro.
Hacia la medianoche, el balance provisional era desolador: 15 detenidos –11 de ellos menores-, 23 heridos leves (12 agentes y 11 manifestantes), decenas de contenedores quemados y varios locales comerciales vandalizados. Los servicios de limpieza trabajaban hasta la madrugada para retirar los restos de barricadas en Sants y Poble-sec. La ciudad, exhausta, volvía lentamente a la normalidad sobre las dos de la madrugada de hoy 16 de octubre.
Una ciudad paralizada
Las consecuencias del desorden fueron palpables en todas partes. La rambla de Prim permaneció cortada durante cinco horas; el Portal de Santa Madrona, desde las Drassanes hasta la Rambla, sufrió cortes intermitentes. La calle del Comte d’Urgell y la de Muntaner quedaron bloqueadas durante buena parte de la tarde. En la Diagonal, la policía optó por cerrar la vía a partir de Francesc Macià para evitar el paso de los grupos más violentos. Pero esa “solución” solo multiplicó el colapso. Los barceloneses volvían a ser rehenes del caos.
El origen del problema
La pregunta es inevitable: ¿cómo es posible que Barcelona sea, una y otra vez, el escenario de este tipo de altercados? Madrid, por razón de capitalidad, acoge a las grandes manifestaciones; pero en Barcelona, pequeños grupos, a menudo desconocidos y sin raíz social, logran paralizar la ciudad. La respuesta es tanto política como cultural.
Por un lado, existe una tolerancia institucional evidente. Los disturbios del 15 de octubre contaron con el apoyo explícito o tácito de partidos como ERC y Comuns, socios necesarios del presidente Illa y del alcalde Jaume Collboni, que incluso apareció en fotografías con un pañuelo palestino sobre sus hombros. Es un gesto simbólico, sí, pero revelador: una autoridad que celebra o justifica el desorden envía un mensaje claro -que este es aceptable.
Así, Barcelona se ha convertido en un terreno fértil para la “cultura del vandalismo”, una especie de activismo performativo en el que unos pocos imponen su relato a base de fuego y destrozos, mientras la mayoría ciudadana paga las consecuencias.
La alianza inquietante
Otro aspecto preocupante es la presencia cada vez más visible de grupos musulmanes en estas movilizaciones. No como ciudadanos a título individual, sino como colectivos con discurso político propio. Es el reflejo de una alianza que ya se ha visto en Francia bajo el paraguas de Mélenchon: la confluencia entre una parte de la izquierda y el islam político. La diferencia aquí es que esa alianza no actúa desde la oposición, sino desde el poder. Son los mismos partidos que gobiernan quienes dan cobertura a ese populismo identitario que convierte las calles en escenario de confrontación simbólica.
Unos Mossos desbordados o desactivados
Por último, la incapacidad de los Mossos d’Esquadra para garantizar un funcionamiento mínimo de la ciudad plantea otro interrogante. Que unos pocos cientos de manifestantes logren bloquear durante horas la Ronda Litoral o impedir la salida de un hotel en Sants solo puede tener dos explicaciones: falta de recursos o falta de voluntad política.
En realidad, parece más bien el segundo caso. Las órdenes de contención, dictadas por un Gobierno que prefiere evitar el conflicto político con sus aliados, terminan trasladando el coste al ciudadano común. Es él quien paga, literalmente, con su movilidad, su tiempo y su seguridad.
Conclusión: la ciudad como víctima
Todo esto nos conduce a una conclusión amarga: Barcelona es una ciudad secuestrada. No por los manifestantes, pocos, sino por una estructura política que confunde la permisividad con la libertad. Convocar una jornada de altercados dos años después del inicio del conflicto en Gaza, y precisamente cuando se ha alcanzado un acuerdo de paz y han cesado los combates, solo puede entenderse como una puesta en escena para mantener viva una llama ideológica.
Pero la ciudad ya no cree. Cada contenedor quemado, cada calle cortada, cada comercio roto es un recordatorio de que la política en Barcelona ha dejado de proteger la vida cotidiana de sus habitantes. Y esto, más que el humo o el fuego, es lo que realmente ahoga.
Barcelona, de nuevo en llamas. Unos pocos radicales, y una mayoría de ciudadanos secuestrados. #Barcelona #Alborotos #VagaPalestina Compartir en X