Este mes de diciembre se ha cumplido el cuarenta aniversario de un texto que, sin exagerar, puede considerarse uno de los documentos más relevantes producidos por la Iglesia en Cataluña en la época contemporánea. Su origen es eclesial, ciertamente, pero su alcance desborda con creces los estrictos límites de la institución. Me refiero a Arrels cristianes de Catalunya, un texto que, medio siglo después, sigue interpelando tanto a la comunidad de fe como al conjunto de la sociedad catalana.
El silencio con el que la Iglesia actual ha recibido esta conmemoración no deja de ser elocuente. Sobre todo porque no es habitual que el episcopado catalán haya producido un documento con una ambición tan clara de articular el momento histórico concreto con la verdad evangélica, sin subterfugios ni reduccionismos. Y menos habitual es que lo hiciera con un nivel cultural e intelectual que, más allá de cualquier consideración religiosa, se sitúa muy por encima de la media de los textos episcopales producidos antes y después.
Sólo por estas dos razones —ambición intelectual y voluntad de incidencia pública—, el cuarenta aniversario de Arrels cristianes de Catalunya habría merecido una conmemoración más clara, más compartida, más “nuestra”. Aún estamos a tiempo, ciertamente. Quizá con cierta sensación de balón pasado, pero siempre es mejor eso que la nada.
De hecho, el único recuerdo explícito ha sido el artículo publicado este domingo, 28 de diciembre, en La Vanguardia, fruto del trabajo conjunto de un grupo de personas provenientes de diversas experiencias vitales e intelectuales dentro de la fe cristiana: Rosa Maria Alzina, Albert Batlle, Gemma Carbonell, Eugeni Gay, David Jou, Margarita Mauri, Anna Pagès, Montserrat Sarrallonga, FrancescTorralba y quien firma estas líneas. La diversidad de enfoques y la regularidad con la que este grupo publica desde hace años son una demostración palpable de que la fe, cuando se sitúa en lo esencial, es capaz de generar poderosas convergencias más allá de las inevitables diferencias accidentales.
El artículo no sólo no desmerece el documento episcopal de hace cuarenta años, sino que propone una exégesis actualizada, rica en contenidos y abierta a múltiples potencialidades en el contexto presente. Si este ejercicio sirve tanto a la comunidad catalana en su conjunto —porque el texto tiene una clara dimensión cívica— como a la comunidad de fe, podemos darnos por satisfechos. En todo caso, es un texto con mucho recorrido por explorar.
Sin embargo, este recordatorio contrasta de manera notable con las últimas apariciones en los medios de un obispo catalán, prácticamente monopolizadas por el arzobispo de Tarragona, Joan Planellas. El relato que construye está, en muchos aspectos, a años luz del tipo de aporte episcopal que representaba el documento de 1985.
No se trata de reclamar que cada intervención de un obispo tenga carácter ex cathedra. Pero sí puede esperarse, legítimamente, que respete algunos principios elementales vistos desde la calle, es decir, desde la mirada de todos aquellos que no compartimos ni el oficio eclesiástico ni la responsabilidad institucional, y que esperamos del ministerio episcopal un servicio, no un ruido añadido.
Planellas, ya protagonizó algo poco habitual entre obispos: contradecir públicamente a otro obispo del mismo país. En la jerga popular, los bomberos nunca se pisan la manguera unos a otros, porque cuando esto ocurre, quien sale ganando es el incendio. En la Iglesia, esta norma no escrita ha funcionado casi siempre. Hasta ahora.
Su crítica a Luis Argüello, a raíz de la llamada de éste a considerar salidas democráticas a la situación política española —moción de censura, cuestión de confianza o elecciones—, evidenció una confusión recurrente entre política y partidismo. Una confusión que revela, en no pocos sectores del clero, una escasa formación en doctrina social de la Iglesia.
Hablar de política no es solo legítimo para un cristiano; es necesario. Lo han reiterado, con mínimos matices, los últimos papas: la política es una de las formas más altas de la caridad cristiana. Lo que un obispo no puede hacer es hablar en clave de partido. Y eso, en ese caso, no sucedió. Planellas confunde política con partidismo y recuerda aquello que se dice, que Franco recomendaba a sus ministros que no se metieran en política.
Lejos de rectificar, el arzobispo de Tarragona ha seguido profundizando en una línea de protagonismo mediático que le ha llevado a insistir públicamente en cuestiones doctrinales sensibles, como el diaconado femenino, pese a que el magisterio reciente ha dejado claro que no es una cuestión abierta en la actualidad. Insistir en los medios no es prudencia; es generar división en un momento que pide exactamente lo contrario.
El contraste se vuelve aún más desgarrador cuando se pone sobre la mesa otro tema recurrente: los abusos sexuales a menores.
Precisamente, este mes de marzo publiqué un libro dedicado a analizar esta realidad con datos y perspectiva histórica. La Pederastia en la Iglesia y la Sociedad. El Chivo expiatorio. Las conclusiones son claras: la Iglesia es una de las instituciones que mejor ha afrontado este problema en lo que va de siglo, y su peso actual en el conjunto del delito es marginal.
El verdadero escándalo, socialmente silenciado, es el 99,8% de víctimas que quedan fuera del foco mediático y de las políticas públicas. La evidencia de los hechos es hoy contracultural, porque la ideología distorsiona la realidad hasta que se adapta a sus presupuestos, pero el mejor servicio que podemos realizar a una civilización declinante como la nuestra, es indagar siempre la realidad de las cosas.
Y este es uno de los casos más espectaculares de manipulación para desviar el foco de lo que sucede en realidad con la complicidad de los poderes públicos, como demuestra el gobierno de la Generalitat, como antes lo hizo ERC al frente en relación con los escándalos de la Dirección General de Atención a la Infancia y Adolescencia.
Aquí habría un inmenso campo para una denuncia profética real. Pero esto no genera titulares fáciles.
Y quizá este sea, al fin y al cabo, el problema.
La política no es el problema de la Iglesia; el problema es confundirla con partidismo. Compartir en X






