Ahora que la Navidad se acerca —curiosamente una palabra cada vez más ausente de las iluminaciones oficiales de Barcelona— conviene detenerse un momento y mirar al mundo tal y como es, no tal y como nos dicen.
Los últimos datos del Pew Research Center ofrecen una fotografía religiosa global que desmiente a muchos de los tópicos dominantes en el relato europeo contemporáneo. Y lo hacen con una contundencia difícil de refutar: el cristianismo es hoy la única religión realmente universal.
Universal no en sentido retórico, ni simbólico, ni histórico, sino empírico. El cristianismo es la única confesión que ha arraigado de forma sostenida y profunda por encima de culturas, estados, lenguas, etnias y continentes. Ninguna otra religión presenta esa dispersión geográfica ni esa capacidad de inculturación. Y esto no es fruto de la inercia del pasado, sino una realidad viva del presente.
Ciertamente, el cristianismo choca con límites donde la libertad es reprimida. China es el ejemplo más claro: control estatal, persecución sutil o abierta, vigilancia ideológica. Pero la historia reciente muestra un patrón revelador: cuando la libertad religiosa reaparece, el cristianismo renace con fuerza. Pasó en la Rusia postsoviética, después de décadas de ateísmo impuesto. Ocurrió en Albania, el único estado del mundo que se declaró oficialmente ateo. Y sigue pasando, con una vitalidad a menudo ignorada por los observadores occidentales.
Cualquiera que se haya detenido a contemplar la plaza de San Pedro del Vaticano lo ha podido comprobar con sus propios ojos. Allí, en el centro neurálgico del catolicismo -la confesión cristiana más numerosa- confluyen rostros, lenguas y procedencias de todos los rincones del planeta. No es una casualidad semántica que «católico» signifique, literalmente, universal. Es una constatación humana.
El mundo, en términos demográficos, está fuertemente concentrado. El 51% de la población mundial vive solo en siete países. Asia aporta cuatro gigantes: India, China, Indonesia y Pakistán. América suma a ellos Estados Unidos y Brasil. África, Nigeria. Europa, significativamente, no aporta ninguna.
Cuando observamos a las religiones, la concentración es aún más acusada.
El 95% de los hinduistas viven en un solo país: India. El 85% de los judíos se reparten entre dos estados: Israel y Estados Unidos. El 67% de los no religiosos -ateos, agnósticos o no afiliados- se concentran en China, lo que revela hasta qué punto esta categoría, que en Europa parece omnipresente, es en realidad muy minoritaria a escala global; tan solo el 33% se reparte por el resto del globo terráqueo. El budismo concentra el 52% de sus fieles en solo tres países: China, Myanmar y Tailandia. El islam, algo más repartido, acumula el 52% de sus creyentes en seis estados, principalmente asiáticos, con dos excepciones africanas: Egipto y Nigeria.
Y ahí aparece la excepción cristiana.
Para sumar solo el 51% de los cristianos del mundo —unos 2.300 millones de personas— es necesario recurrir a doce países: Estados Unidos, Brasil, México, Filipinas, Rusia, Nigeria, República Democrática del Congo, Etiopía, Sudáfrica, Italia, Alemania y Kenia. Ninguna otra religión muestra una dispersión comparable.
Algunos detalles añaden aún mayor relevancia al panorama. Nigeria, el país más poblado de África, es el único del mundo en el que el islam y el cristianismo coinciden simultáneamente en posiciones líderes globales. No es de extrañar, pues, que África sea hoy el verdadero centro de gravedad del cristianismo. Lo es ya en crecimiento, y lo será aún más en número absoluto de fieles —y especialmente de católicos— a medida que avance el siglo XXI.
Esta realidad ayuda a entender episodios que, vistos desde Europa, parecen desconcertantes.
Cuando los obispos africanos mostraron una oposición firme a la aplicación de Amoris Laetitia, la exhortación apostólica postsinodal del papa Francisco, lo hicieron en nombre de su contexto cultural y pastoral. Y el hecho de que el papa aceptara esta excepción, declarando que el documento no era aplicable en esos términos, fue un gesto absolutamente excepcional dentro de una Iglesia caracterizada por la verticalidad doctrinal. No contradictorio, pero sí revelador del creciente peso del cristianismo no europeo.
La pregunta es inevitable, y el tiempo de Navidad es una ocasión inmejorable para formularla: ¿qué tiene el cristianismo por haber arraigado así, durante más de dos mil años, en tantos pueblos diferentes, y seguir creciendo? ¿Por qué resiste incluso bajo represión, y solo se ve contenido -que no eliminado- en regímenes de control extremo como el chino?
La respuesta exige abandonar una percepción falseada: la idea de que el mundo avanza inexorablemente hacia la increencia. Esta visión es profundamente eurocéntrica. Lo que ocurre en Europa es, cada vez más, la excepción, no la norma. Y la marginalidad creciente del continente —demográfica, cultural, geopolítica— es una consecuencia, no una coincidencia.
Quizá habría que preguntarse si el vacío de sentido que hoy ahoga a las sociedades, catalana, española y europea —donde el horizonte vital a menudo se reduce al consumo y a las vacaciones— no tiene relación con que lo que arraiga con fuerza en todo el mundo aquí se ha querido, sistemáticamente, desarraigar.
¡Feliz Navidad!
El cristianismo no retrocede en el mundo: solo retrocede en Europa. Y esto lo dice la demografía, no la ideología. #Cristianismo Compartir en X






