El documento del episcopado catalán Raíces cristianas de Cataluña cumple cuarenta años. Al publicarse, el país vivía un momento de optimismo: se habían consolidado la democracia y la autonomía política, la normalización lingüística avanzaba, la cultura catalana tomaba un nuevo impulso y la sociedad civil mantenía su vigor. Además, la grave crisis económica iniciada en 1975 quedaba atrás y comenzaba una etapa de crecimiento. A principios de 1986 España se integraba en la Comunidad Económica Europea y, ese mismo año, Barcelona era designada sede de los Juegos Olímpicos de 1992. Eran, ciertamente, buenos tiempos.
La reflexión de los obispos constituía una defensa firme y ponderada de la nación catalana en términos que podían ser compartidos por una amplia mayoría social. Reivindicaban que la identidad catalana ha estado, desde su origen, profundamente vinculada a la fe y a la cultura cristiana. Pese al contexto favorable, los obispos detectaban algunos puntos débiles que, lejos de desaparecer, se han agravado en estas cuatro décadas: «un decaimiento de los valores cristianos de nuestro pueblo»; «la alergia a la actividad política» de muchos católicos, que «deja los intereses de la comunidad a otros, en exclusiva»; una secularización acelerada que lleva a la «exclusión de la hipótesis de Dios» de nuestro universo cultural, y una «cultura de la muerte» que se abre paso «con la supresión del nacimiento».
Alertaban de la baja natalidad, que consideraban una grave amenaza para el futuro del país. Entre 1975 y 1985, Cataluña había pasado de 2,7 hijos por mujer a 1,5. Ante esto, los obispos pedían «ver actualizada y fortalecida la tradición catalana de una vida familiar sólida, la fidelidad conyugal, la armonía intergeneracional y la educación de los hijos en las virtudes esenciales, de apertura y generosidad en la acogida de la vida».
A principios de 2011, con motivo del 25 aniversario de Raíces cristianas de Cataluña, los obispos reafirmaron su validez y actualidad con el documento Al servicio de nuestro pueblo. En este advertían: «Actualmente, hay quien sostiene que se pueden defender y vivir los valores heredados sin ninguna referencia a la fe cristiana. Creemos que esto, a pesar de ser posible en un primer momento por inercia, difícilmente se podrá mantener si se excluye de la vida social el espíritu humanizador del Evangelio de Jesucristo. Poco a poco el vigor de estos valores se desvanecería, como un árbol que solo se puede sostener un tiempo cuando tiene las raíces secas.”
Estamos a finales del 2025, y la tesis de los obispos —ilustrada con la imagen del árbol y las raíces— debe interpelarnos aún más, y en un doble sentido. Primero: ¿no es cierto que muchos de los problemas actuales tienen su origen en la ruptura cultural, moral y espiritual que ha vivido Cataluña en los últimos cincuenta años? Y segundo: ¿no sitúa esta ruptura a los catalanes que quieren preservar su identidad en una posición muy débil ante la profunda transformación demográfica y social que afronta el país?
Hoy, las raíces de la nación catalana sufren dos enfermedades especialmente graves. La primera es el hundimiento de la natalidad -en el 2024 ya estábamos por debajo de 1,1 hijos por mujer-, acompañado de una inmigración masiva y desordenada que compromete no solo el futuro de la lengua, sino el conjunto de la catalanidad. La segunda es la crisis educativa. El documento de 2011 señala que «no se ha producido correctamente la transmisión de los valores que configuran nuestra cultura (las raíces cristianas) en los dos ámbitos primarios de socialización: la familia y la escuela».
«La causa de la crisis demográfica no es solo económica ni biológica; es, sobre todo, cultural y espiritual. Fruto de imitar modelos de vida centrados en la autonomía, la autorrealización y la comodidad.» Estas palabras no son de ningún obispo, sino del prestigioso economista estadounidense Nicholas Eberstadt, y describen perfectamente lo ocurrido en Cataluña durante el último medio siglo. Esta mirada es compartida por pensadores de tendencias diversas como Emmanuel Todd, Alain de Benoist o Gilles Lipovetsky, y es confirmada por el sentido común.
Sin embargo, la crisis no es solo de falta de nacimientos: es también la degradación de la sexualidad entre muchos jóvenes, resultado de una educación sexual puramente hedonista que les deja indefensos ante la pornografía difundida sin control. La responsabilidad es compartida entre la general omisión de los padres, a los que suele costar hablar de sexualidad con sus hijos, y la deplorable educación afectivo-sexual practicada en muchas escuelas. La ruptura con la tradición cristiana les deja igualmente sin referentes ante las nuevas tradiciones culturales y religiosas que arraigan en el país y con las que tendrán que convivir.
Sin embargo, así como los buenos tiempos crean personas débiles, los tiempos difíciles hacen surgir personas fuertes. Cada vez hay más jóvenes que buscan una vida con sentido, como reacción a la deriva materialista y nihilista de la sociedad, que, por un lado, les niega la prosperidad que habían conocido sus padres y por otro les deja vacíos y sin esperanza. Algunos descubren que no existe antídoto más radical y eficaz contra el tsunami de pansexualismo banalizador que la moral sexual católica, que eleva la sexualidad humana vinculándola al amor conyugal y a la apertura a la vida. Y descubren también que la tradición cristiana no solo les permite recuperar sus raíces, sino que les ofrece un camino vital lleno de sentido, fundamentado en el amor auténtico y en un legado espiritual y cultural incomparable.
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Publicado en el Diari de Girona, el 23 de diciembre de 2025





