Hace quince años eran los PIGS, los cerdos en inglés. Portugal, Italia, Grecia y España (Spain) se habían ganado ese mal nombre malgastando en vez de invertir.
Sin embargo, hoy en día el grupo pierde cohesión gracias al éxito de los tres primeros países y el círculo vicioso en el que vive inmerso el último, que apenas sostienen los datos macroeconómicos más sucios y descontextualizados.
A finales de 2025, Portugal, Italia y Grecia están haciendo los deberes.
En los casos de Lisboa y Atenas, la experiencia fue al principio traumática. Pero gracias en ambos casos a gobiernos conservadores que impusieron una estricta disciplina fiscal combinada con un plan de atracción de inversiones y de crecimiento económico, parecen haber reencontrado su camino.
El gobierno de Portugal lleva dos años con superávit público, que prevé mantener en 2025. Grecia, por su parte, ha logrado reducir drásticamente su deuda pública, llevándola por primera vez desde 2011 por debajo del 150% y con el objetivo de rebajarla por debajo del 120% antes de 2030.
Portugal y Grecia apostaron también fuerte por la digitalización y simplificación de sus aparatos burocráticos, clave para atraer a inversores, pero también residentes con alto poder adquisitivo, desde jubilados hasta jóvenes profesionales.
Evidentemente, este modelo ha generado tensiones por el incremento del coste de la vida en las grandes ciudades, que ambos países intentan corregir (por ejemplo, Portugal ha endurecido las condiciones para acceder a los “pasaportes dorados”).
Italia va retrasada en diversos ámbitos clave respecto a Portugal y Grecia, pero la estabilidad del gobierno de Giorgia Meloni está generando unas condiciones excepcionalmente buenas para la historia contemporánea del país. Meloni busca los mismos objetivos: reducción de la deuda pública, fomento de la inversión extranjera, mejora de la competitividad y reforma del sector público.
Los tres países también tienen en común el endurecimiento de su política de inmigración: frenar las entradas de inmigrantes escasamente calificados, y pedir a quienes entran de adaptarse a la cultura local no es un tabú en Lisboa, Roma ni Atenas.
Asimismo, los tres muestran públicamente su preocupación por el bajón de la natalidad y han tomado medidas para ayudar a las familias.
En todos y cada uno de estos ámbitos, España es un caso aparte.
El gobierno actual no muestra un especial interés en reducir la deuda pública, contentándose con leves mejoras a pesar del incremento masivo de impuestos y de unos ingresos excepcionales.
La burocracia española tampoco ha sido objeto de ninguna modernización significativa en los últimos quince años (un simple paseo por los respectivos sitios web de España y Portugal es suficiente para darse cuenta del anquilosamiento español).
En materia de inmigración, España mantiene una postura de brazos abiertos a la mano de obra escasamente calificada que resulta diametralmente opuesta a la de sus tres vecinos de Europa meridional.
No obstante, resulta menos extraño cuando se tiene en cuenta que el incremento de la población que se obtiene a través de la inmigración masiva es la clave maestra del éxito macroscópico del gobierno español. Este consiste en mejorar las cifras absolutas (PIB, afiliación a la Seguridad Social) para maquillar el empeoramiento de las relativas (reducción del salario más habitual, contracción de la contribución media, etc.).
Y como corolario del despropósito español, mientras las preocupaciones por la natalidad son manifiestas en Italia, Portugal y Grecia, en España hablar de familia es sinónimo de franquista.
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